Tarzán

Ver el diablo en persona, es un privilegio que pocos locos como yo, pueden tener —me dijo una mañana Tarzán, un antiguo prisionero que a sus 40 años, tiene tantas arrugas en la cara como delitos cometidos. Sus manos entumecidas por el frío de febrero, apenas se distinguen entre callos y nudos que acompañan las gruesas y largas uñas, cargadas de millones de bacterias, suficientes para construir una bomba bacteriológica.
El cuerpo enjuto y la mirada siempre alegre, hacen de ese hombre, un personaje especial en el módulo Conyugal, donde convivimos los doce reos aquí asignados. Para Tarzán, no existen los imposibles ni los inconvenientes y es a él a quien todos los prisioneros recurrimos para conseguir cualquier cosa que haga falta para sobrevivir entre los muros.
Parado en el umbral de la celda 18 que me fue asignada, tirita con extraña violencia bajo la raída camisa beige del uniforme, tratando de calentar sus manos con el aliento de su boca, donde la ennegrecida dentadura contrasta grotescamente con la sonrisa eterna con que alimenta sus fantásticos relatos.
—Tarzán, usted que me ha hablado del amor de Dios, me dice que es “un privilegio” ver al diablo, explíqueme cómo está eso —le pregunto un día en que ambos, lavábamos nuestras precarias prendas carcelarias en la pileta del área—. Desde que Pablo Abner Salazar asumió el cargo e inauguró la cárcel que construyó un gobierno anterior al suyo (curiosamente, los funcionarios que por mandato de ley participaron en esa “obra”, fueron hechos prisioneros sin que se le comprobase ninguna acusación formal) se instauró la ley de “uniformar” a los presos con trajes color naranja, como el que viste el equipo de futbol Los Jaguares.
Sin embargo, había la posibilidad de portar uniformes color beige. Era posible, por influencias, tener dos uniformes; los que no las tenían, debían conformarse con uno solo.
—Verá usted, jefe, ya se habrá dado cuenta que soy un drogadicto sin cura. Es un maldito vicio que no me puedo quitar por mucho que lo he intentado. Soy cristiano por partida doble porque alabó a Jehová y voy a misa… ¡Pero ni eso me ha quitado el vicio! —Pero, ¿qué me dice de los programas de ayuda a los drogadictos que se dice, hay dentro del penal a los que usted ha asistido? ¿Han funcionado alguna vez? —le pregunto mientras él, vigilaba los movimientos de sus manos sobre la ropa de otros presos a quienes ofrecía sus servicios como lavandero—. También la hacía de cocinero, mandadero y otras faenas.
—Mire: Dios podrá ser fuerte, pero cuando las drogas dominan al hombre, es difícil salirse de ahí.
—No entiendo, explíqueme cómo su Dios no es más fuerte que sus vicios.
—He tratado de dejar las drogas, pero no puedo…
—Es que no puede, ó de plano, no quiere… Tengo entendido, además, que aquí, la oferta y demanda son altas. ¿Influye eso para que no deje de drogarse?
—¡Ja! Le dio en el clavo; mientras haya droga en ésta prisión, Dios no podrá combatirlas, menos las autoridades que son las que permiten que se vendan como pan caliente.
—Eso es distinto.
—La verdad sí.
—Pero, porque usted no tiene fuerza de voluntad y porque no ha querido tomar en serio a Dios. Usted juega con las religiones y no ha querido ponerse en las manos de Dios. Él —me dice usted mismo— tiene el poder para cambiarlo, pero no se deja, se niega a dejar las drogas. Me hace pensar que usted cree que Dios no tiene capacidad para transformarlo ó ya se aburrió de ayudarlo; ó usted cree que es más listo que Dios. No obstante, usted dice que ya lo ha cambiado, que es un cristiano comprometido.
—Pues fíjese que tiene razón, pero ¡qué chido es andar en el alucine, jefe! —dice con una risotada que deja ver el fondo de su boca.
—¿Y cómo es que ve al diablo, si me asegura que Dios ya lo transformó, que Dios es ahora su guía y protector? No lo entiendo. ¿Cómo le hace? ¿Qué jodidos toma para ver a Satanás, siendo usted, como me dice, un “hijo de Dios”, a los que no les está permitido drogarse, por ejemplo?
—Fácil, jefe, muuuuy fácil; me pongo hasta madre de drogas. Es bien fácil; mire usted mi jefe: me trueno una piedrecita junto con un carrujito de marihuana y, si alcanza el money, pues le echamos polvito y una botellita de “chicha”. Con eso, de volada se me aparece el chamuco.
—¿Qué le dice el diablo?
—A veces platicamos chido; hablamos tranquilos, pero la mayoría de veces nos mentamos la madre, nos la partimos a patadas; peleamos duro. ¡Nos hemos dado unos “agarrones” bien gruesos! Cuando él me gana, le regalo un mechón de mi pelo; cuando yo le gano, me deja una moneda de oro.
—¿Quién gana?
—¡A güevo que yo!
—Debe ser usted millonario, entonces.
—¡Qué va! No diga estupideces. Al otro día ya no encuentro la pinche moneda. Anoche me pegó una madriza porque me negué a bajar a partirle la madre a ustedes.
—¿Por qué a nosotros?
—Por qué son los únicos pendejos que tengo enfrente —dice entre carcajadas y agrega: —si estuviera en el interior, me hubiera mandado a pelear con toda la población.
—No cabe duda que está usted chiflado.
—Le dije que no porque si lo hago, me mandan a la celda de castigo. No me creyó el güey y me empezó a patear; yo agarré el palo de la escoba y me lo tundí a madrazos. Ahí se quedó hecho un pendejo y me salí a bailar al corredor. Oiga, por cierto, ¿no le gustaría hacer un pacto con el diablo? ¡Yo se lo pongo!
—No diga tonteras, Tarzán; personalmente, creo que al “diablito” que usted ve, es su misma sombra. Y por lo que he visto, tiene sus habilidades, sus ideas, sus formas únicas de joder a los que se dejan.
—Por eso me cae bien; no es usted pendejo. Mire, algunas autoridades del penal me ofrecieron unos billetes para sopearlo pero es usted muy cabrón, no se deja. ¡Es un perfecto hijo de puta!
—No es que no quiera dejarme, es que usted dice tantas idioteces que no se ven ni en las películas chafas de ficheras y cabareteras. Pero me gusta su forma de ver la vida aquí adentro. Dígame: ¿Cómo es el diablo?
—Tiene varias formas y caras.
—¿Cómo? ¿No es así de feo, con cara de cabra en brama como lo pintan los artistas? ¿No tienen pezuñas de toro, barriga de mariachi, barba del Che Guevara, uñas de teibolera, pelos en la espalda, nalgas de chucha flaca, piernas de político en huelga de hambre, cola de diputado, cuernos de chivo?
—Ni que fuera narcotraficante para tener cuernos de chivo — responde atacado de la risa—. Mire, a veces es hombre, a veces mujer; otras, se me aparece en forma de un niño; también toma forma de animal.
—¿Cómo lo reconoce? ¿Tienen alguna seña? Digo, no vaya usted estar hablando con una visita, creyendo que es el diablo; o no vaya a ser que está usted agarrando a patadas a la taza del baño.
—Usted sabe que yo no tengo visitas y la taza del baño apesta; éste huele bien.
—Pero dicen que huele a azufre…
—No, no es cierto… Bueno, a veces sí.
—Cómo es cuando, según usted, toma forma de mujer?
—¡Dios de mi vida! ¡Qué mujer! Pero no me deja acercarme, no permite que la toque. Y créame que las condiciones en que me encuentro, soy capaz de todo… Eso sí, menos de entregarle mi alma; no soy tan pendejo. Una noche que se presentó con cuerpo de mujer, le pedí que me dejara siquiera tocarle las piernas, pero me puso una condición: Que le diera mi alma.
—¿Usted que hizo?
—¡Ni madres! Le dije que con mi cuerpo hiciera lo que quisiera, que lo llene de drogas —que es lo que me encanta—, pero mi alma solo es de mi Padre Celestial y mi virgencita de Guadalupe. Se encabronó y se fue. No vino a verme durante un mes.
—Celoso el tipo. ¿Ó la tipa?
—Algo, jefe, algo. A veces me lleno de pánico, pero aguanto porque es la única ilusión que me hace vivir. —¿Cómo es físicamente ésa mujer?
—Bonitía, viera usted jefe. Ni en la tele se ven viejas así: güera, alta, con unos ojazos verdes, divinos. Eso sí, siempre trae un vestido azul largo con hartas joyas; como que no le gusta que la vea completita porque sus vestidos son largos, como los de esas viejas que van a las fiestas de la alta sociedad.
—O sea que el diablo, según usted, no es como nos lo pintan. Cambia usted todas las creencias que se tienen del diablo —le digo a modo de guasa.
—¡No, qué va a ser! Cuando se presenta como hombre, es moreno, alto, de barba bien cerradita, pestañas grandes, cejas gruesas. Siempre bien trajiadito y con alhajas en los dedos y el cuello. Cuando camina, suena como cascos de caballo y a veces, babea mucho. Cuando se encabrona se pone azul y se le hincha el pescuezo; sus ojos se ponen rojos y bufa como los toros.
—Créame que no le creo; pero tiene una imaginación increíble. Yo me quedo con la idea que el diablo es un detestable cernícalo… Feo, pues.
—Cuando se presenta como bestia, tiemblo de pies a cabeza. Siempre que no le prendo sus velitas negras y no le rezo, viene para intimidarme.
—¿Cómo es cuando viene enojado?
—Su cara es negra, larga, de piel gruesa y grasosa, como taquero de esquina. Su nariz es chata, como la de un chango, pero tiene una puntita que le cuelga hasta la boca, que la tiene de oreja a oreja; sus labios son gruesos, morados. Tiene dientes grandes, bastante separados y su lengua es negra, muy larga. Pómulos resaltados, como si fueran dos puntas y sus ojos son grandes, rojos con negro. Tiene unos cuernos retorcidos que le caen por toda la espalda, hasta el culo, de un color marrón con amarillo.
—¡Vaya belleza de personaje!
—¡Está usted loco ó debe ser homosexual con ideas sodomitas! ¡Es espantoso! La espalda es curva hacia delante, con un camino de pelo largo, negro y grueso por toda la espalda hasta la punta de la cola; el resto del cuerpo es peludo, pero es pelo corto, brillante, como de caballo. En sus manos tiene unos dedos bien largos, con uñas afiladísimas y sus patas son como de caballo, con cascos negruzcos.
—¿Solo usted lo ve?
—Sí. Dice que con los demás no lo hace porque le tienen miedo. Si usted no le tiene miedo, lo convoco ahorita…
—¡Bótese a la chingada!
Este singular hombre parece disfrutar con sus relatos. En otra ocasión relató que la mismísima virgen de Guadalupe vino a su celda a hablar con él.
Tarzán a veces olvida su verdadero nombre y el lugar de su nacimiento. Cuenta que tuvo una infancia sumida en la peor de las pobrezas. Sus padres, sin embargo, trataron de inculcarle buenos modales y costumbres, pero “el hambre no respeta cultura ni educación; la necesidad es más fuerte que la compasión”, solía decir a manera de justificación. Ya metido en el negocio de los asaltos, su condición económica mejoró y pudo contraer nupcias, tener hijos, “darles un lugar en la sociedad”, según sus propias palabras.
—Yo fui un bandido profesional, jefe. Me decían “El Sátiro”, porque no respetaba edades cuando de golpear se trataba —me contó uno de tantos días en que su lucidez le permitió incluso, darme una cátedra de teología. Lanzando escupitajos a cada minuto, a diestra y siniestra, y recostado sobre el barandal de segundo piso de la prisión, narra con lujo de detalles su vida antes de cumplir la larga sentencia que lo ha llevado a conocer a presos de todos los calibres.
—Me levantaba a las cinco de la mañana —cuenta; —hacía el desayuno para mis hijas, las bañaba, las cambiaba y las iba a dejar a la escuela; cuando regresaba a mi casa, le llevaba el desayuno a mi mujer a la cama. Desayunábamos juntos, limpiaba mi pistola y me salía a “trabajar”. Entonces estaba fuerte y me vestía bien. No era la mierda en que me he convertido por las malditas drogas.
—¿Su mujer sabía a qué se dedicaba usted?
—Sí, pero se hacía pendeja; le gustaba tener billetes en la bolsa, pues.
—¿Y sus hijas?
—¡Nooooo! Yo quería que ellas fueran profesionistas, que no les faltara nada.
—¿Cuánto ganaba en su “trabajo”?
—Dependía de lo que hiciera en el día. Dos o tres asaltos; uno cuando el primer “golpe” resultaba bueno. Ya cuando tenía un buen billete, me regresaba a mi casa; era una “chamba” muy agotadora porque tenía que correr mucho o luchar con los “proveedores”. Con lana en la bolsa, pasaba al supermercado a comprar la despensa, mi botella de coñac, wiski, ron o lo que fuera; mi “yerbita” y mi polvito blanco. Para mis hijas, sus juguetes y sus dulces. Vivía como rey, jefe, no como ahora que he tenido qué comer basura y mierda en ésta pocilga para sobrevivir; pregúntele a los demás compas cómo la droga me ha orillado a vivir como animal en ésta cárcel.
—Es decir que desde antes de entrar a la cárcel, usted ya consumía cualquier tipo de drogas, pero aquí se agravó su problema de adicción.
—Sí, ¡pero eran de calidad allá afuera! Aquí la venden “cuarteada”, una vil mierda, por eso es barata. Acá la droga no te mantiene en el estado de levitación, te destruye lentamente, mata el cerebro. Mire el chavo de allá abajo (Argueta), cuando llegó, nomás echaba su trago; aquí aprendió a consumir drogas y en menos de dos años, ya no sirve para nada. Lo acabó la droga.
—¿Cree que las drogas ya lo destruyeron a usted?
—Sí. Mucho. Mire cómo estoy ahora.
—Sí usted sabe que las drogas matan, ¿por qué las sigue consumiendo? Un día de tantos puede amanecer muerto.
—A mi me dejó mi mujer, me abandonaron mis hijas, ¿qué más da que me muera ya?
—¿Desde cuándo no sabe de ellas?
—¡Uuuhhh! Ya hace muchos años. Según sé, se fueron para Oaxaca. Usted sabe que la soledad es más fuerte que el deseo de vivir, lo lleva a uno a meterse drogas para olvidar. Aquí se acabó mi vida, mis lujos, hasta mi mal carácter. Me he olvidado quién era allá fuera.
—¿Cómo considera que era allá afuera?
—Un perfecto cabrón y el mejor asaltante; no tenía alma ni conciencia, ni lástima ni compasión. Si se oponían al asalto, me valía madres y les tiraba balas; para eso llevaba pistola. Aquí, después de tantos años de soledad y de drogas, ya no soy más que basura. Yo tuve amigos influyentes allá afuera. Políticos, sobre todo. Y mire, si me ven, no me van a reconocer nunca. No les conviene.
—¿Cómo y por qué lo detuvieron?
—Por confiado. Yo trabajaba solo. Un día, mi cuñado necesitaba una lana y le dije que si se aventaba el tiro, íbamos a dar un buen golpe. Asaltamos una joyería en el centro de Tuxtla. Entramos como cualquier cliente: bien vestidos, preguntando precios. No vimos a ningún policía y nos fuimos directo a la caja; no hubo ningún problema, encañonamos a los empleados, les pedimos la lana y algunas joyas que nos las entregaron en una bolsa y buscamos la puerta de salida. Yo le había dicho a ese cabrón que saliera de espaldas y yo por delante, porque yo era “punta”, de frente, pues, el líder que abría camino.
El policía que cuidaba la tienda no se había dado cuenta del asalto, como todos los pendejos que trabajan de policías; estaba distraído en la segunda planta del local y el pendejo de mi cuñado, cuando lo vio, le disparó pero no le dio. El policía reaccionó y me pegó un balazo en el brazo derecho; se me cayó la pistola y me tiré al suelo a recogerla y con la mano izquierda le tiré al poli. Le pegué en el pecho y cayó al suelo…
—¿Y qué pasó entonces?
—Le tiré a la viejita, que creo, era dueña del lugar.
—¿La mató?
—Nunca supe qué pasó —responde con una sonrisa incierta.
—¿Y su cómplice?
—Ese cabrón se peló. Nunca más lo volví a ver. Dicen que lo agarraron y lo mataron, pero quién sabe.
—Era su cuñado… Algo debió decirle su familia tras ese asalto.
—Mire, me vale gorro dónde esté; me traicionó y eso basta para olvidarlo, ó para tenerlo en cuenta para el futuro.
—Me dice que ya cambió su mal carácter y que ahora no es capaz de matar una mosca…
—Sí, ya no tengo fuerzas para defenderme de mí mismo.
—¿El dinero?
—Yo lo llevaba pero se me cayó cuando sentí el impacto de la bala. Durante el juicio, me decían que era una millonada, algo así como ochocientos mil millones de pesos, porque fue en aquel tiempo en que el peso estaba devaluadísimo y todos éramos millonetas y me exigían que lo entregara, pero la neta , jefe, no lo tenía, estoy seguro que quedó en las manos de los judiciales, como siempre pasa.
—¿Ellos lo detuvieron?
—Yo estaba herido; otros clientes de la joyería me agarraron a patadas, me inmovilizaron y me entregaron a la autoridad. En la Policía Judicial me tuvieron como ocho días detenido. Me sacaban por las noches a “pasear” y me pegaban unas madrizas a pesar que estaba herido. Querían que confesara que era el autor del asalto a un camión del ingenio de Pujiltic y no sé cuantos robos y muertes más. Me metían la cabeza en un tonel de agua sucia, me dieron toques en los güevos, me arrancaron las uñas (pensé que no me volverían a crecer y mire, parecen de águila. Lo que ve sobre los dedos, son retoños que crecieron unos sobre otros, explica); bueno, me hicieron lo que quisieron y yo le decía al comandante: “Jefe, mátame si quiere pero yo no he matado maricas, ni he asaltado bancos, ni un camión de Pujiltic”. Y nada. Ocho días me tuvieron así hasta que se cansaron y me subieron a “Cerro Hueco”.
—¿Tenía usted, como miembro del bajo mundo de entonces, idea de lo que le preguntaban?
—¡Claro! Todos sabíamos que Ignacio Flores Montiel y un grupo de policías judiciales cometían esos delitos, pero no decíamos nada para no afectar nuestra reputación. El asalto al camión de valores del ingenio Pujiltic, lo operó y dirigió Nacho Flores Montiel y sus comandantes. A mí me invitaron, pero no quise porque sospeché que a la hora, me iban a sacrificar para cubrirse ellos. Por eso me jodieron aquí.
—¿Quién lo invitó?
—No le puedo decir quién porque sé que está bien parado. Ésa persona me dijo que si participaba como “bandera” y “dique”, me daría el 15 por ciento. Pero no quise. Ya sabía que me iban a sacrificar.
—¿Se puede tener “reputación” de buen o mal ladrón?
—Sí. Yo era el mejor y todos los policías me alababan por eso. Claro que les pasaba su mochada para no ser detenido. Y por eso me invitaban a varios golpes donde había mucho billete.
—¿Pero estaba usted consciente de sus delitos?
—Mire jefe, yo cometí robos, pero se lo juro, nunca hice trabajos grandes. Para eso se requería una banda bien armada, bien protegida por las autoridades. Yo trabajaba solo. Si ese día no llevo a mi cuñado, no estuviera aquí. Tenía una pistolita vieja y con eso no se puede amagar a cuatro o cinco policías bancarios armados hasta los dientes.
—Siendo como fue afuera, ¿cómo es que no es usted líder en ésta cárcel? Porque además, es usted un prisionero antiguo.
—Hay de delincuentes a delincuentes. Llámeme pendejo si quiere, pero aún siendo criminal, a veces se tienen ciertas reglas o como dice el señor cura de aquí, “principios morales”. Desde que estaba en “Cerro Hueco”, uno de los directores del penal, me propuso para que fuera el “Preciso General” y lo acepté. Pero me puso una condición: la mitad del dinero que le sacara a los de nuevo ingreso, la famosa “talacha”, tenía que ir a sus manos. El control de la droga, el alcohol y hasta las armas, lo tendría él y mi trabajo era saber quiénes traficaban sin permiso para meterlos en cintura. Me rajé. Suficiente es con estar preso como para servir de verdugo de los demás compañeros, muchos de ellos, inocentes, jefe. Porque como usted sabe, delincuentes como yo, somos pocos en ésta cárcel; los demás, la mayoría, son inocentes.
—¿No aceptó?
—No. Si el director iba a ganar grandes cantidades por traficar drogas y mujeres, no me convenía. He visto a otros que han aceptado ser los “precisos” y terminan siendo trasladados a otras cárceles ó les doblan la sentencia cuando ya no le sirven a las autoridades del penal.
—Pero de todas formas, exigir dinero a los de reciente ingreso, aparte que es un delito, deja ganancias enormes…
—Sí, pero en ésta cárcel, todo puede ocurrir. Como en todo, hay envidias de los compañeros y eso es suficiente para vivir en el filo de la navaja. No hay funcionario de ésta cárcel que no se lleve millonadas de pesos por el cobro de la talacha, la repartición de celdas, el ingreso de ciertas comodidades, el ingreso de alcohol, en fin, aquí todo se cobra, todo se paga.
—¿Tanto así?
—Échele cuentas. Cuántos ingresan a diario, cuántos trasladan, cuántos remueven de área y verá que suma cantidades de miedo.
—Tarzán, le oigo hablar y a veces, no parece usted al que estoy viendo —le digo para cambiar la conversación y no por miedo; ya sabemos que aquí, se paga talacha; a mí me cobraron sendas cantidades para no ser maltratado.
—Allá afuera era yo una persona diferente; ya le dije que tenía amigos de buen nivel social. Políticos, profesionistas, funcionarios. Nadie — salvo algunos funcionarios a los que de vez en cuando les daba su “mochada” para que me dejaran trabajar tranquilo—, sabían a qué me dedicaba. Si yo le contara a quiénes conozco y quiénes eran mis amigos…
—Prefiero que no me de nombres porque saliendo de aquí, voy a escribir un libro con todas las memorias de lo vivido en ésta cárcel y sería comprometerlo demasiado a usted y a sus amigos que finalmente, como usted dice, nada tienen qué ver con sus acciones.
—Se lo agradezco.
—Asumo que me está autorizando a hacer pública su historia. ¿Es así?
—Usted publique lo que quiera; yo ya tuve mi momento; hoy soy una piltrafa, soy producto de ésta cárcel que presume de ser un centro de “rehabilitación”.
—También he notado que es usted un hombre de lectura, culto o al menos, bien informado.
—¿Qué autor quiere que le cite, jefe? He leído a Dickens, Homo Lu-dens de Huizinga; Octavio Paz, Vallejo, Asturias, Rubén Darío, Neruda, mi favorito; a Vargas Llosa que me hace reír el güey, por su fino sentido del humor; Zola, Cervantes, Stendhal y por supuesto, al gran maestro García Márquez. Mire, en la anterior cárcel de Cerro Hueco, había una biblioteca muy bien surtida, pero cuando fue el traslado, se perdieron muchos libros, yo creo que todos; había mucha literatura clásica.
—¿Qué ha aprendido usted entre tantos años de cárcel y los libros que ha leído?
—En ésta cárcel se aprende a convivir con la peor calaña, pero también se viven a toda madre los sueños de libertad de Oliver Twist, el personaje más penetrante de Dickens ó Fabricio, el eterno enamorado de la libertad y las mujeres en Cartujas de Parma, de Stendhal.
—¡Vaya! Me deja usted perplejo; a algunos de los que cita, les he leído y me parecen autores sorprendentemente extraordinarios. Un hombre que me ha dicho una y otra vez que fue el mejor asaltante de Chiapas, que se declara, cada vez que se le antoja, que es un desecho humano y que al mismo tiempo es un buen lector, me parece una cosa rara.
—¡Ja! Es usted un cabrón; usted también sabe de autores y tiene conciencia crítica. Mire, de Chiapas he leído a dos literatos que me dejan pendejo con tanta sabiduría, pero no me acuerdo de sus nombres. ¿Los conoce?
—No, por supuesto… Si usted no sabe quiénes son, menos yo.
—Pues dígales, cuando los conozca, que son chingones, pero que chinguen a la potra si no, algún día, les leo un análisis de Goethe o Tolstoi —remata a ritmo de carcajadas.
Este hombre menudo y acabado por las graves carencias carcelarias, es en sí, un personaje inolvidable; divertido cuando se lo proponía y determinado a ganarse los favores de todos. De hecho, quienes habitamos éste módulo le vemos con afecto, pero al mismo tiempo con sumo cuidado. Tiene una habilidad nata y fina para robarnos todo cuanto dejamos mal puesto. Nos divierte porque, sin que nos demos cuenta, ¡a nosotros mismos nos vende lo que nos roba!
Un día le pregunté si nos podía conseguir una especie de cuchillo para cocinar nuestra comida, en un intento por no consumir los desperdicios que, en calidad de menú de lujo, mandan las autoridades. Se comprometió a que en menos de diez minutos tendríamos el artefacto. Lo cumplió, solo que al siguiente día, otro camarada del módulo, exigía que se lo devolviéramos, toda vez que se lo habían robado de su celda.
Otra vez le comenté que necesitaba una Biblia y en menos de lo que canta un gallo, ya la tenía en mis manos. Me la vendió en veinte pesos. Él se la había pedido a Carlos en calidad de regalo y cuando por la noche la leímos, nos quedamos sorprendidos; Carlos, porque se había dejado seducir por el Tarzán, y yo, porque me dejé sorprender, comprándosela. En nuestras narices hizo un negocio más que lucrativo. Él se mataba de la risa cuando le intentábamos reclamar.
—¡Idiotas! —nos dijo—, ¿cómo se atreven a creer en un preso de muchos años, capaz de robarles los calzoncillos sin que se den cuenta?
El día que lo sacaron de ese módulo para llevarlo a la celda de castigo (una de las tres temibles crujías, donde se tortura a los prisioneros acusados de mal comportamiento por órdenes de las autoridades del Estado cuando de un preso político se trata), extrañamos sus extrovertidos bailes por los pasillos. Solía tomar la escoba, ponerle una camisa del uniforme y bailaba con ésta hasta que se cansaba. Nunca supimos por qué lo castigaron porque era, a pesar de su pasado, un hombre humilde, sencillo y servicial. Todas las mañanas llegaba a las celdas de los demás prisioneros para ofrecerse a llevar el mandado, lavar la ropa o barrer.
Le tenía pánico a las celdas de castigo por la crueldad que ahí había vivido. “La de enfermería, es la más tranquila —me contó— porque ahí, como quiera que sea, hay lozas y se puede recostar, aunque sea en el patio. No tiene luz y no hay agua para que se laven lo baños. A veces hay hasta 15 presos y apenas miden cuatro por cuatro las cuatro celdas. La ‘21’ es más reducida y no tiene baño, ni luz ni agua. Solo sentado se puede dormir ahí. Pero, la más cabrona, es la de aquí nomás, frente a la aduana de la ‘72’; se está parado todo el tiempo, no te dan más que una comida rancia al día, no tiene baño ni luz. Si te dan ganas de hacer tus necesidades, te haces ahí y si te descubren orinando ó haciendo del ‘dos’, te pegan y te doblan la estancia”.
Una mañana de tantas, Tarzán desapareció del módulo. Los guardias argumentaron que se le había castigado debido a que la tarde anterior, fue descubierto consumiendo drogas y amenazaba con lanzarse del tercer piso. Jamás le vimos hacer eso. Pretexto, sin duda.
—El día que me saquen de aquí, me voy a morir —me dijo un día mientras recogíamos la pútrida dotación de comida del medio día. —¿Por qué piensa eso?
—No tengo a dónde ir; y no me quiero morir tirado en una calle de Tuxtla.
Cierto. Pero no solo él. Los presos que salen de cualquier cárcel de Chiapas, no tienen ningún amparo. Para empezar, no hay un solo programa de rehabilitación, ya no digamos un programa de empleo o un asilo que los ayude a reincorporarse a la sociedad. Hay qué decirlo con todas sus letras: los penales son en realidad, universidades del crimen.
Cuando por fin se hizo justicia y fui exonerado de los delitos inventados por el régimen pablista, visité el penal de El Amate. Volví a ver a Tarzán, con su eterna sonrisa, pero bastante disminuido físicamente. Nos dimos un abrazo; él se soltó a llorar.
—Volvió a caer, pinche periodista —me dijo secándose las lágrimas.
—No, Tarzán, no. Solo vine de visita.
Me contó que le faltaban unos meses para ser liberado, que había cumplido su condena de 35 años. Aunque confesó seguir en el camino de las drogas, me dijo que su ilusión era, al salir, buscar a su familia. “Quién sabe si lo logre” —pensé—, pues su condición me pareció la de un moribundo.

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