El Capitán


Pedro, un indígena de cabello desalineado, moreno y de baja estatura, estaba sentado en las gradas que daban hacia la segunda planta del módulo donde fui asignado por la mañana. Eran las 11 del día y el frío era insoportable. Con solo la camisa del uniforme, recibió deliberadamente un cubetazo de agua de otro reo. Bajó la cabeza y empezó a temblar del frío.
—¡Quítate de ahí, pinche indio pendejo! —le gritó furioso el sujeto que había lanzado la cubeta de agua sobre él.
—No lo estoy haciendo nada a vos —respondió camino al patio principal, titiritando escandalosamente y tratando de hacer resbalar el agua de su enjuto cuerpo.
—¿¡A dónde vas!? —le gritó otro prisionero.
— ¡Vení a limpiar los baños! —le ordenó.
Entre empellones, imprecaciones y risotadas del resto de reos, le vi limpiar con las manos, las sucias tazas de los sanitarios; los insultos y humillaciones eran indignantes. La única vez que levantó la cabeza para tratar de escuchar bien a su compañero de prisión que le daba órdenes, recibió una patada en la boca que lo dobló sobre la repulsiva taza del baño.
—Pinches indios, ni para limpiar la mierda son buenos —masculló el mismo sujeto que lo golpeó.
Más tarde supe que el sujeto golpeador, estaba ahí por varios asaltos, mientras que el indígena, por pertenecer a una organización campesina opositora al Gobierno del Estado. Tratando de no meterme en líos, me acerqué con amabilidad al que había pateado al indígena.
—Así te habrán tratado a tí cuando llegaste a ésta cárcel —le dije con la mayor tranquilidad de la que me pude armar, consciente que ganaba un enemigo.
—Compadrito —respondió con una calma que me sorprendió, los indios para eso nacieron; son como bestias que solo entienden a madrazos. Si permitís que ellos te levanten la mirada, se montan en vos, te doblegan y te hacen caca. Allá adentro (en el penal varonil), los que más abusan de los indios, son los propios indios. Ellos son su peor verdugo. Si llegás a caer en sus manos, te despedazan.
—Es posible que tengas un poco de razón, pero no creo que sea correcto tratarlos de esa forma. Son seres humanos. ¿A ti te gustaría que te tratasen así? —le pregunté tratando de concederle una razón que desde luego, no la tenía.
—¡Qué seres humanos van a ser! Son bestias, animales sin sentimientos que no dudan matarse entre ellos mismos.
—Si ellos se quieren matar entre sí, es su problema; no nos toca a nosotros juzgarlos y menos, castigarlos por el hecho de ser indios o porque ellos no tengan idea de los que es el respeto mutuo ó no sepan cómo entenderse entre sí. Suficiente tienen con sus propios abusos, su ignorancia y pobreza, como para que nosotros les demos más duro.
—No compadrito, vos no sabés cómo son; tienen un módulo solo para ellos allá adentro y a los de nuevo ingreso, los mismo indios los esclavizan, los humillan como no tenés la menor idea. Cuando me detuvieron, un comandante indígena me torturó como a un animal. Por eso, cuando tengo oportunidad, me las cobro con éstos hijos de su puta madre. Date cuenta que la mayoría de los policías son indios, porque no tienen alma.
—Pues desquítate con quienes te golpearon.
—Eso está pendiente, no lo dudés.
—¿Tan mal te trataron los que te detuvieron?
—Si te contara.
—Cuéntame.
—Pero no vas a poner mi nombre; porque ya sé que sos periodista y seguramente vas a escribir algo de aquí.
—Desde luego que sí y me comprometo a no publicar tu nombre. Es más, ni me lo digas para no tener idea de quién eres.
El sujeto me tomó de un brazo y me invitó a sentarme en el piso de la segunda planta, bajo una especie de carpa, en la que otros reos pasaban las noches. Sacó una cajetilla de cigarros y me ofreció uno. Levantó una orilla del short hasta sus partes íntimas y me mostró una cicatriz en el escroto.
—Perdí un testículo a raíz de la golpiza que me pegaron en la Agencia Estatal de Investigación. Nomás me quedé con uno y no me funciona bien… De milagro no me he vuelto marica sin mis güevos.
—¿Qué fue exactamente lo que te hicieron?
—Yo estoy aquí por asalto con violencia. No niego que participé en dos asaltos; en la Fiscalía querían que a güevo aceptara que había participado en un asalto grueso en Tapachula. Y que involucrara a un comandante de la Agencia Federal de Investigación en ese asalto. Me negué a firmar esa declaración y me empezaron a golpear. Primero me agarró el director de la AEI a cachetadas y después ordenó que me dieran otro tipo de calentada.
—¿Cómo fue?
—Me vendaron los ojos y me sacaron de la Fiscalía. Me llevaron a una casa, quién sabe a qué parte de Tuxtla. Olía a humedad y posiblemente había más gente detenida porque se oían gritos, madrazos y risas. Me dejaron solo un buen rato. De repente, alguien entró y sin decir nada, me empezó a golpear. Yo estaba sangrando por la nariz y la boca, escuchaba un silbido en mis oídos y de lo que me decían los policías, casi no oía nada.
—¿Te rompieron los oídos?
—De eso me di cuenta después. Pero era la oreja la que tenía abierta. Mira, aquí está la cicatriz. —¿Qué paso después?
—Entró otro cabrón y me empezó a hablar sereno. “Eres un cabrón —me dijo, muy amable—. ¿Cuánto has ganado trabajando solito? ¿No sabes que para ser un asaltante exitoso debes tener un ‘padrino’ que te proteja? Si hubieras tenido un ‘papi’ dentro de la institución, no estarías aquí; estarías disfrutando tu lana, pero te pasaste de cabrón, no te reportaste con la cuota del ‘patrón’ y ahora está que se lo lleva la chingada”.
—¿Qué le respondiste?
—Le dije: “Qué quiere que haga jefe, usted dígame”. Ya estaba cansado de tanta madriza. Me dolía todo. “Te la voy a poner fácil: Entréganos la parte del botín que te tocó y no te la hacemos más de pedo”, me respondió.
—Pero no lo tengo yo, se lo llevó el que hizo “punta” en el asalto; ya no nos dio tiempo de repartir.
—¡Uuuh! Pos ya te jodiste porque ese güey se nos peló; pagó su cuota al “padrino” y le dimos chance de irse a la chingada. Ese bato sí fue inteligente; sabe su chamba.
—Y el otro mi compa, ¿qué pedos con él? ¿Se peló también?
—Ese no aguantó nada; tantito le dimos unos toques y se nos peló pa’l otro mundo. Ya está tocando arpa. Preocúpate por tu pedo. Tu familia debe tener lana, ya han dado varios golpes y pos, algo deben tener. Te voy a dar chance que les hables por una feria. El “jefe” se va alegrar y segurito que te deja ir.
—Pero mi familia no tiene lana…
—¡No te hagas pendejo! Claro que tienes lana. Asaltaste dos bancos en Tapachula, diste un buen golpe en Palenque, secuestraste al hermano de un funcionario picudo, asaltaste varios camiones de valores y me sales con que eres pobre… ¡Qué te lo crea tu puta madre!
Mi interlocutor se llevó la mano al mentón y me señalo una cicatriz.
—Me pegó una patada que fui a dar contra una pared. Sentí que me corría sangre por la espalda y el pecho. Me había roto la cabeza y la quijada. Salió de ahí. Como a la hora, entraron otros dos tipos. Yo seguía tirado en el piso, sangrando y con las manos atadas a la espalda.
—¿Qué te dijeron?
—Me arrastraron un buen trecho dentro de la casa y me levantaron en vilo para dejarme caer de cabeza en una pila de agua… Más bien, era un tonel de lata. Cuando calculaban que no aguantaba y me estaba ahogando, me sacaban unos segundos y volvían a sumergirme. Como a los 20 minutos, me volvieron a arrastrar de los pies. Me dejaron otro rato tirado en el suelo. Me quedé quieto, tratando de escuchar algún ruido que me diera idea de dónde estaba.
No me pude ubicar. Sentí que los lazos de mis manos estaban sueltos, pero tuve miedo de incorporarme y me quedé como me dejaron.
—¿Cuánto tiempo estuviste así?
—No tengo idea. Pero creo que ya había amanecido porque escuché la campana del camión de la basura que pasó cerca de donde estaba. Seguía oscuro. Al rato llegaron otros dos hombres y me levantaron. Me quitaron las vendas y me dijeron que llevaban un amparo; que me iban a soltar con la condición que no le contara a nadie que yo había secuestrado al familiar de un funcionario porque no querían que se supiera. Pero antes de firmar, les tenía qué decir que yo había sido, que lo iban a grabar para que yo me sintiera seguro.
—¿Aceptaste?
—¡Ni madres! Yo no cometí ese delito. Para empezar no se ponían de acuerdo porque unos decían que era un hermano de un funcionario y otros, que era un ganadero de Ocosingo.
—¿Qué pasó después?
—Se fueron y me dijeron que al ratito llegaban mis abogados con la orden de libertad. Me quedé viendo las paredes y noté que tenían cartones de huevos en las paredes, de esas cosas donde vienen los huevos del supermercado. Al rato entraron dos indígenas y me dijeron que los acompañara. Me llevaron a otro cuarto donde había herramientas. De un trancazo en el estómago, me doblaron y uno de ellos me pegó una patada por atrás, sobre mis güevos. Sentí que se oscureció la vista y perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba otra vez amarrado y los dos cabrones enfrente de mí.
—¿Los mismos indígenas?
—Sí. Yo tenía sangre entre las piernas y no sentía nada entre mis piernas. “Mirá cabrón lo que se te cayó cuando te tropezaste”, me dijo uno de ellos mostrándome una cosa parecido al hígado de un pollo. “Era tu güevito, hijo de tu chingada madre. Sigue negando tus delitos y de aquí sales como toda una niña: sin güevos y bien cogido”, me dijo el más alto de ellos. Yo seguía sin sentir dolor.
—¿Es posible que te hayan quitado un testículo con cirugía?
—No lo sé. Después de la patada, no me acuerdo de nada. Lo que sí me acuerdo es que estaba bañado en sangre. No sé si se me reventó o si me lo sacaron.
—¿Siguieron torturándote?
—Sí, compadrito. Me arrancaron las uñas de los pies y me metieron agujas capoteras entre las uñas de las manos. Uno de éstos cabrones, metió unos ganchos de ropa en la planta de los pies y luego, me echó agua con sal.
—¿Te siguieron pidiendo parte del botín?
—Ese era su propósito. La neta que no alcanzamos a repartir la lana…
—¿Presentaste alguna queja en la Comisión de Derechos Humanos?
—¿Ahí? ¡No hombre! Es un lío. La estatal, que no tenía facultades por estar acusado de un delito federal y la nacional, que no, hasta que la estatal se declarara incompetente.
—¿Así, golpeado, te presentaron ante los Medios de Comunicación?
—Todo madreado, sí. Me dijeron que sí decía algo, que me iban a volver a torturar, que si preguntaban, que dijera que fue durante el tiroteo donde me detuvieron.
—¿Fue en un enfrentamiento con la policía?
—No, para nada. A mí me “pusieron dedo” porque no me reportaba con la cuota para el “padrino”.
—¿Quién es el “padrino”?
—Cualquiera puede ser. Un comandante que a su vez, se reporta con el de más arriba y éste, con otro de mayor jerarquía. Es una cadenita de cabrones que se llevan buenas tajadas de los asaltos.
—¿Cómo funciona ese “padrinazgo”?
—Fácil. Por lo general te dan una charola de la policía y con esa “trabajas” a toda madre. No se meten contigo. —¿Tú tenías “padrino”?
—Teníamos un pero se nos “fue al agua”. Y para que no lo echaran de cabeza a él, nos puso dedo.
—¿Qué es “irse al agua”?
—Nos robó una parte del botín anterior y luego, se rajó. Nos denunció y él mismo coordinó mi detención.
—¿Cómo se llama?
—Nunca le supe el nombre; le decíamos “El Capitán”
—Ante esa situación, ¿cómo ves tú caso?
—De la chingada. Me echaron 32 delitos. Asalto con violencia, secuestro, homicidio, delincuencia organizada, los más fuertes. Pero yo solo participé en unos cuantos.
Escuchar mi nombre a gritos entre los prisioneros fue como entrar en la gloria. Tajaba una conversación, pero me daba alguna esperanza. Bajé a saltos las escaleras hasta las rejas para saber el motivo de llamado. Falsa alarma. Quise reanudar la conversación con aquel preso pero ya se había metido a su celda. Recordé que uno de los agentes que participó en mi captura me había dicho que ya no practicaban la tortura. Acababa de ser categóricamente desmentido. Las cicatrices de un preso, eran suficiente prueba.
A Pedro lo volví a ver hasta varios días después. En las dos horas más que permanecí en esa área, fui testigo de mas vejaciones en contra suya y de otros indígenas. El trato era indigno, insoportable. La mañana que le volví a ver, le llevaban esposado junto a otros reos. Tenía varios moretones en la cara y se le veía mucho más flaco que el día que lo conocí.
—¿Qué le pasó al señor? —le pregunté al guardia que los conducía, con quien ya habíamos tendido un endeble puente de confianza mutua.
—No limpió bien el baño de un interno y lo “cosió” a patadas.
—¿Nadie de ustedes se metió a defenderlo?
—Ni pensarlo; en una de esas se arma un enfrentamiento o se hace un motín. Mejor nos hacemos de la vista gorda.

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