Argueta

La tragedia de esta prisión es que la impotencia amedranta a la más fuerte de todas las voluntades. He visto a varios internos derrumbarse frente a su propia desventura. Entienden las razones por las que han sido traídos, pero no alcanzan a comprender por qué, la desgracia y la pobreza los sigue a todas partes. No es raro saber que a cada cierto tiempo, uno de ellos termina colgado de una cuerda o con las venas abiertas. Al menos ésa es la explicación oficial, pues se cree que un alto porcentaje de los suicidios dentro de las prisiones, son en realidad, ejecuciones.
Los presos se lo toman con humor. “El Licenciado ‘Lazos’, es infalible para salir de aquí con todo y que esté uno condenado de por vida”, suelen decir cuando algún recluso se ha quitado la vida. O de plano, tienen que vivir una vida sin más elementos que la inercia de estar vivos.
Argueta, un muchacho de 19 años —hecho prisionero por su propio padre, en “castigo” por su mal comportamiento—, a veces intenta sobreponerse a su propia desventura. Demuestra buena voluntad pero sus sentidos ya no le responden y opta por auto-infringirse severos escarmientos en las paredes del edificio. Está consciente de lo que ha hecho su familia con él, pero nunca da muestras de rencor hacía esta.
Nos parte el alma verle tirar la comida en la bolsa de la basura y volver a sacarla para llevársela a la boca. O sencillamente, rebuscar cualquier cosa en el fondo de las bolsas contenedoras de desperdicios, examinando la podredumbre para matar su hambre. Si ya de por sí la comida que nos dan en este penal está podrida, nos imaginamos el sabor que habrá de tener la pudrición que consumía ese muchacho.
Cuando la cordura le visita de vez en cuando, cuenta que su único vicio antes de ser hecho prisionero, era el licor.
—Yo era un buen chamaco, compañero —me dijo uno de los pocos días en que la lucidez le acompañaba.
—Iba a la escuela, sacaba buenas notas, pero conocí a unos compas con los que aprendí a tomar. Primero, dos o tres cervezas, luego seis y así, hasta que me quedaba tirado en la calle. Después aprendí a robar —confiesa.
—¿Nunca te metieron preso antes, por robar?
—No. Cuando me caían me mochaba con la mitad para los “polis” y me dejaban ir. Después aprendí a robar autopartes de automóviles, hasta que mi papá se dio cuenta y me hecho de la casa. Fue peor porque entonces aprendí robar carros enteros. Llegué al extremo de robarme el carro de mi familia para venderlo para comprar cervezas. Por eso me metió mi papá a la cárcel. Pensó que aquí se me quitaría el vicio del alcoholismo, pero no fue así —dice con la mirada clavada en el pasto del patio. Ahora, Argueta consume marihuana, cocaína, piedra y pegamento. Eso lo ha llevado a la locura que padece. Lo que surgió como la única opción de un padre desesperado —o quizá ignorante— para rescatar a su hijo del alcohol, terminó siendo su fin.
Una mañana de intenso frío, le descubrimos en la parte más alta del edificio con intenciones de lanzarse desde ahí; reía a carcajadas sobre uno de los barandales de fierro. De su boca sin dientes salían imprecaciones a diestra y siniestra. A veces cantaba himnos cristianos a los que agregaba frases insolentes o de plano, maldiciones contra Dios. Tras varios minutos de tensión, desistió de su propósito y bajó riendo por las pilastras del edificio. Se encerró en una celda durante todo el día y no salió hasta la media noche, despertándonos a todos con sus gritos desgarradores.
En juicio, era buen conversador y no dudaba en elogiar las virtudes de su familia o contar anécdotas de su vida fuera de la prisión.
—Mi desgracia, en realidad —me contó otra vez—, comenzó cuando me enamore de una mujer. Era una chava muy bonita, se reía de todo y me miraba con mucha ternura. Éramos muy chamacos y nos gustábamos mucho pero me abandonó porque yo no tenía dinero para escaparnos de la escuela para ir al cine. Siempre andaba sin lana y eso no le gustaba. Mis amigos me animaron a beber y lo empecé a hacer como ya te conté.
—¿Durante todo ese tiempo, cómo era la relación con tus padres?
—Mis papas sufrían mucho porque me volví muy violento, al grado que llegué a pegarle a mi papá. Te conté, pues, que le robé un carro y lo vendí y de ahí me metieron preso. Aquí empecé a drogarme y he llegado al extremo de acostarme con homosexuales para ganarme un dinero y a veces… Bueno, lo más malo que he hecho es que me he prostituido por una lana para pagar las drogas —dice y se queda callado viendo hacía el cielo, haciendo señas obscenas.
—Cuando dices que te has prostituido, es porque vendes placer a los homosexuales…
—Sí, pero también la hago de mujer.
Para Argueta ya no quedan esperanzas. Aún cuando quedara en libertad, seguiría siendo reo de las drogas y sus daños colaterales. Sin familia y sin sus cinco sentidos completos, es muy probable que termine sus días en esta prisión o en cualquier calle de cualquier ciudad o pueblo de Chiapas.
Algunas veces me contó que soñaba con su libertad. Sin un solo diente en la boca, la abría en toda su extensión y juraba que lo primero que haría al salir, sería ponerse dientes postizos. —“Para verme guapo” —, decía, y se metía toda la mano en la cavidad bucal hasta vomitar. Los dientes los perdió en la prisión cuando se daba de topes contra las paredes. Sus labios eran un mapa en relieve que mostraba una larga historia de ataques de ira y locura.
En el fondo del pasillo del segundo piso del área donde nos encontramos una tarde para charlar, se sentó largo rato sin pronunciar palabra. A veces, la compañía silente aquí, resulta reconfortante. Es como engañar a la soledad y burlar la historia de cada quién. Argueta tenía los ojos inflamados; le pregunté si había llorado y me respondió que sí.
—Quería ser ingeniero mecánico; era mi sueño… Soñaba con tener una familia, tener hijos, ser feliz, como mis padres —dijo secándose las mejillas con una mano llena de costras y completó su idea:
—Como mis padres antes que yo me descarriara y me convirtiera en su infierno.
—Todavía estás a tiempo. Estás joven puedes rehacer tu vida —traté de convencerlo.
—Ya no puedo; las drogas son como una enfermedad de la que ya nadie se cura. No las puedo dejar… Lucho para no tomarlas, pero la soledad de ésta cárcel me obliga a caer de nuevo, ¡no puedo! —gritó apretándose el rostro con las manos.
Pocos días después, desapareció del área; nadie supo a dónde lo enviaron las autoridades carcelarias. Como Argueta, cientos de presos en éste lugar, sienten que lo han perdido todo. El concepto de “rehabilitación” del que se ufana el gobierno, es una de las grandes falacias oficiales. Aquí nadie se rehabilita; aquí es una auténtica escuela de vicios, perdición y delincuencia.
Unos días después que Argueta desapareció de nuestra área, otro reo procesado por narcomenudeo, me contó que a unos días de ser liberado, sentenciaron a aquel muchacho a 12 años más, por traficar drogas dentro del penal.
—Las autoridades sabían que traficaba droga aquí adentro, pero alguien les pasó el pitazo que se quedaba con una parte de las ganancias; eso los enojó y lo enjuiciaron por tráfico cuando ellos mismos permiten la circulación de drogas acá dentro — confesó, según él, dispuesto a morir por sus “delaciones”.
Me contó entonces que los mismos policías penitenciarios introducían la droga por las torres traseras y las instaladas en el sector femenil, mismas que iban a recoger en terrenos aledaños al penal, en las motos “todo-terreno” que tenían a su disposición. Todo, claro, con la anuencia de los funcionarios pablistas que entonces tenían el poder político de Chiapas.

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