Don Arturo


Sentado sobre piso de su celda, don Arturo, rara vez volteaba hacía la puerta para dejar ver su dentadura maltratada, detrás de una lúgubre sonrisa que acompañaba con un ademán de adolorida displicencia. Otras veces, su mirada obligaba a ignorarlo pues se notaba cargada de odio, de ira y una profunda intención de violentarse. Las horas le arrebataban cada instante de vida y solo la recobraba cuando el repartidor de comida se asomaba por la reja para dejar los desperdicios de un restaurante de lujo, que en calidad de “alimento” era enviada para ser consumida por los reos.
En la profundidad de sus inescrutables pensamientos, la imagen de su familia se niega a abandonarle y recuerda con insistencia a su mujer, cuyo nombre ha ahogado en su dolor de hombre, en aquella insalvable prisión a la que llegó acusado de delitos que le resuenan en la mente, aunque la memoria no atina a acomodarlos en sus ratos de posible lucidez.
Por las noches habla largamente con Vicenta, su mujer ausente para siempre. Sueña que salen juntos a la montaña a cortar leña y pastar a sus dos viejas vacas. Ella le toma las manos y lo lleva a la zona más espesa del bosque; le habla de la tierra, de lo poco que produce y de su deseo de dar una mejor vida a sus hijos. Él la escucha y le promete unirse al grupo de campesinos que lucha por obtener terrenos dónde sembrar maíz.
Su compadre Ramón le venía insistiendo a enlistarse en la agrupación campesina del ejido, pero no había querido meterse en líos. Su mismo compadre solía contarle que muchos campesinos habían sido asesinados por exigir tierras al gobierno. “Pero vale la pena compadrito; algún precio se paga, como en todo”, le dijo una mañana mientras bebían posol en medio de las plantaciones de café del viejo patrón que los explotaba desde que eran niños.
Había tenido intenciones de unirse a cualquiera de los grupos campesinos, pero cada vez que lo intentaba, algo ocurría que lo obligaba a resistirse. Una mañana que buscó al dirigente de la organización local, le dijeron que había salido a identificar el cadáver de otro compañero y eso lo alejó de su propósito. Otra vez, supo que un vecino suyo había sido apresado, bajo acusaciones de homicidio que, tanto él como el resto de la comunidad, sabían que eran falsas. Más de la mitad de los hombres de su comunidad habían abandonado a sus familias: Ó habían sido asesinados ó estaban presos… Ó huyendo.
La desaparición de campesinos, era otro fenómeno que padecían los de su comunidad. Cuando un cuñado suyo de pronto desapareció, a él le tocó buscarlo por todas partes y en ninguna parte le dieron razón de su paradero. Ello lo obligó por fin, a unirse a una organización de la que ahora, no recuerda el nombre. Sus dirigentes le enseñaron que la tierra, históricamente, pertenecía a ellos, los indígenas, que los terratenientes del lugar se las habían robado y que era necesario recuperarlas a costa de lo que fuera.
—Si es necesario matar, lo vamos hacer; nuestros hermanos zapatistas lo están haciendo con armas y lo están haciendo caso las autoridades —cuenta don Arturo que decía uno de los dirigentes.
Le hablaron de unos lotes de terreno que debían recuperar y él se alistó para la toma del predio. Ahí fue aprehendido por agentes de la Policía Sectorial y de la Agencia Estatal de Investigación.
—Lo golpearon duro mi cabeza en el Procuradurías; el policías me amarraron en el silla y lo dieron duro contra mi panza y mi cara. Decían que yo lo maté mi cuñado, que no me lo hiciera el pendejo, que confesara dónde lo tenía enterrado —cuenta con los puños apretados de impotencia y agrega:
—Lo decían que soy narco, que lo tengo amistá con el narcos y que lo siembro el mariguana, pero no pues, nuncamente lo he hecho esas cosa.
—¿Cómo sabían lo de su cuñado? ¿Puso usted alguna denuncia?
—No lo pusimos. Lo dijeron el compañeros que para qué, que el autoridá no lo hace nada, que lo iban pedir dinero y que lo iban a culpar a nosotros… Y salió cierto el palabra de mi compañero, a mi me lo quieren echar el culpa.
—¿Sus compañeros lo vienen a ver?
—No pues; acá nos vemos todo; todo están presos. Lo agarraron bastantes ese día, hasta los mujer y el niño los trajeron del pelo a Tuxtla. También los golpearon fuerte los de la ley, gritaban mucho como cochi cuando lo están matando, pero más duro les pegaban, nos dicen que somos delincuente, que lo estamos contra el gobernador, que lo vamos a pagar caro por que el gobernador quiere el paz en toda la zona, que somos revoltosos.
—¿Qué más le hicieron en la Fiscalía?
—Lo bajaron mi pantalón y me amarraron mis güevo con lazo; lo apretaron bien juerte hasta que no vi luz en mi ojo. Cuando desperté, lo metieron mi cabeza en el hoyo del caca con orín. Quería salir pues, pero el judicial se montó como el vaquero sobre caballo en mi nuca hasta que ellos mismos me sacaron. Necio, decía que yo lo mate mi cuñado y que ontaban el armas que teníamos para el guerra contra el gobernador.
—¡Ah, caray! ¿Los acusaron de intentar una guerra contra el gobernador?
—Así lo decían pues, que somos rebelde, que no queremos el democracia, que solo el zapatista es legítimo, que nosotros solo somos delincuente común, que el “sub” (subcomandante Marcos, líder del EZLN) es cunca del Pablo y que él nos puso el dedo, pues. —¿Recuerda en qué año lo detuvieron?
—No lo recuerdo mucho. Mi cabeza no es el mismo con tanto pijazo. A veces, ni mis compañeros que me vienen a ver los conozco. Lo que sí se acuerda mi cabeza es que me dieron fuerte los autoridá. Aquí lo tengo tres años de estar preso, desde que llegó el Pablo en el gobierno.
En efecto, debido a un fuerte golpe en la cabeza, don Arturo de repente pierde el hilo de la comunicación y entra de nuevo en su mundo. Imposible sacarle una palabra más. Lo dejo en su celda, en espera de otro momento de lucidez para volver a charlar con él. Los demás presos ya me han advertido de ese riesgo. Aunque fue dentro de la prisión donde él mismo se pegó un martillazo durante un fracasado intento de suicidio, lo que me han contado, no me deja dudas de alguna responsabilidad de las autoridades judiciales, de quienes no es la primera vez que escucho terribles historias de tortura.
Otro reo, juró por la vida de su propia madre que tras su detención, el propio Fiscal lo había interrogado personalmente, propinándole tal golpiza que ahora, ese hombre tiene dificultades para hacer sus necesidades fisiológicas e incluso, para hablar e hilar sus ideas.
—Quedé pendejo para toda la vida por culpa de esos hijos de puta —me dijo a punto de llorar.
—Ese maldito gordo “pelo-pinto” me metió un palo en el culo y con la otra mano, me apretaba los huevos y me decía que ése era el placer más grande de los hombres; que no me portara como mujer, que no llorara porque estaba siendo “generoso” y “complaciente” conmigo, contó el reo que, como muchos otros, tenía un juramento: vengarse cuando saliera de prisión. “Total, aquí se aprenden cosas”, justificaban.
A su lado, una raída cobija a cuadros, como única propiedad desde que fue arrastrado aquel suplicio; un plato y una botella de Coca-cola cortada a modo de vaso sobre la plancha de concreto, testigos silenciosos de su soledad y avales contundentes de su dolor. Llevó varios días esperar otro momento de lucidez de don Arturo y hoy, parece estar de buen humor.
Desde temprano le vimos barrer y lavar su celda. Casi nunca lo hace y creo que es buen momento para volver a dialogar con él. Los días anteriores, casi no salió a recibir comida; Tarzán, uno de los reos del área Conyugal, le lleva la comida. Una tarde de tantas que me acerque a su celda, le vi inmóvil, como si se hubiera quedado muerto ahí, sentado sobre la loza con su terca frialdad. No me respondió ni media palabra. Esta vez, sí.
—Hace frío aquí adentro, don Arturo. ¿Quiere un cigarro? —le dije para ganarme su confianza.
Extendió su mano, pero antes de alcanzar la mía, retiro la suya con brusquedad y volvió a perder la mirada en la reja desde donde se alcanzan a ver —en el distante horizonte— nubarrones negros que presagiaban un día lluvioso, tan frío como los demás. Los dibujos hechos con cualquier cosa que pinté sobre los muros de la celda, parecen ser los únicos que entienden a este hombre. Con motivos sexuales, algunos son acompañados de alguna leyenda subida de tono —muy subidas de tono, tanto, que ponían en riesgo la vida de hombres y mujeres que llegaban ahí, los fines de semana a “convivir”—, ó sencillamente, los nombres de quienes han estado dentro de esas paredes.
“Aquí me cojí al director del penal: Chendo”; “La mujer de diego es puta”; “El alcaide me chupó los güevos en ésta celda”; “Aquí los ombres se buelven mujeres”; “Al jefe del RI , no se le paró, es mampo”. Tal era la cultura penitenciaria, que ninguna autoridad se atrevía a borrar los letreros. “¿Para qué? Si los borras por la mañana, al medio día ya están las paredes llenas de mensajes de esa naturaleza”, me dijo un día un funcionario de El Amate.
En sus ojos negros, el dolor acusa una profunda tristeza que le acosa, le hiere hasta el fondo del alma, si es que no le ha abandonado todavía. El tiempo, de pronto, juzgó conveniente detenerse en aquella celda hasta donde el murmullo de cientos de presos al otro lado de la pared, llegaba como un lejano clamor. Quedamos en silencio por largo rato, contando las ranuras del rugoso piso de concreto hasta que él rompió aquella monótona soledad.
—¿Por qué estas vos aquí? ¿Sos licenciado? ¿Cuándo te agarró el justicia?, preguntó con una rapidez que me dejó sin habla. Sus delgados brazos, henchidos de venas a punto de reventar, se posaron sobre sus rodillas, mientras sus largos y nudosos dedos, jugueteaban entre sí, como si buscasen el hilo de una conversación perdida años atrás.
—Yo también soy preso, como usted —respondí como pude. —Ya ve, nunca faltan las injusticias; nunca faltan los problemas, todos estamos expuestos a eso —agregué con ganas de incitarlo a la conversación.
—¿A vos también te dejó tu mujer? —preguntó clavando sus congelados ojos en los míos.
—No, la de turno, ahí me sigue aguantando —respondí con una sonrisa con la que le invitaba a seguir charlando.
Sabía por boca de otros presos que a don Arturo, su familia le había abandonado desde que le dictaron sentencia y lo condenaron a varios años de prisión. Nunca supe a cuantos porque él tampoco lo sabía.
—A mi me lo dejo mi mujer aquí solito. No lo sé a dónde se fue, de repente dejó de venir, ni mis hijos han venido, quien sabe ontán.
—¡Ay, don Arturo! Las mujeres son así; uno las ama, las quiere y no están conformes; otro las golpea, les da vida de perro y son felices. Otras, están con uno mientras hay dinero —le dije para animarlo un poco, aunque en el fondo, me sentí misógino.
—Sí vos, tenés razón; la mía, aunque sea mi kilo de frijol, lo calentaba contenta. Hoy, no me lo busca, a saber por qué.
—¿Cuántos hijos tiene, don Arturo?
—Yo tiene tres hijos, yo. Dos varón y un hembrita… Tan chulo mis hijo, bien grandote que están. Iban en el escuela del comunidá a estudiar en el primaria, lo están echando gana cuando me lo trajeron acá. No los veo desde ese vez que me lo capturó el polecías. No lo sé si ya se casaron, ó si están en el escuela. Los quiere ver mi ojo, pues, pero no se puede, aquí es muy duro esté cárcel, no los dejan estar. Mi corazón los quiere tener aquí, en mi brazo, pero ya ves pues, no lo sé onde encontrar.
—Si no desconfía de mí y me dice dónde encontrarlos, me comprometo a buscarlos y ver la forma de traérselos para que platique con ellos.
—No lo sé ontán te lo digo, pues. No lo sabe mi cabeza dónde quedaron; están perdido en mi cabezota, no lo recuerdo.
—Su mujer, ¿cómo se llama?
—Tomasa, pero más creo que se llama Vicenta, porque Chenta le dicen pues, el comadre y el compadre, así le decían, pues.
—¿Sus compadres cómo se llaman?
—Saber, vos, quien lo sabe. Bueno, uno se lo llama Ramón, no lo sé si lo mataron los del ley porque lo agarraron conmigo. Ese cabrón de mi compadre tenía su tierrita bien cultivada, le echaba mucha gana; su hijo grande, lo mataron los ejército. Lo dejaron su nuera con él.
—¿Cómo era su mujer?
—¿El del hijo de mi compadre?
—No, la suya.
—Chaparra, como vos. Así, chiquita.
—¡Ya me chingó Usted!
Por primera vez lo oigo reír con soltura. Se truena los dedos y se pone desapaciblemente de pié. Persigue a un mosquito por toda la celda hasta que lo pierde de vista. Sus manotazos por poco dan en mi cabeza, pero no intento moverme para no provocar una reacción violenta de su parte, aunque lo veo tranquilo y sonriente. “Ten cuidado porque pega con lo que encuentra”, me había advertido un guardia.
Cuando creí que había dado por terminada la conversación, me quedó viendo a los ojos y me preguntó:
—¿Vos sos mi licenciado?
—No. Soy preso igual que usted, don Arturo.
—¿Y por qué estas preso, pues? ¿Mataste?
—No. Mi delito es menor; estoy por difamación.
—¿Y eso qué es? ¿Violaste un chamaca?
—No; soy periodista y denuncié la corrupción del gobierno actual, el de Pablo Salazar, por eso me metió el gobernador a la cárcel.
—Te metió en el cárcel el Pablo… Ése es un cabrón. A nosotros nos pidió el voto, quesque nos iba a dar tierrita si lo votamos por él. Somos del PRD, pues, y lo votamos por él, pero como no soy zapatista, me chingó. En el principio le pedimos ayuda al Cárdenas, nuestro candidato al presidencia del República, pero ni nos oyó. Ese malparido, es otro igual que el priístas, mentiroso y fanfarrón.
—Así son, don Arturo, mientras quieren el voto, ofrecen de todo y cuando ya están en el poder, se olvidan de sus promesas.
—Mirálo el Peje, lo pedimos ayuda y caso que nos voltear a ver. Dicen que porque somos contrarios al democracia, que qué bueno que el Pablo nos está chingando para que cuando él llegue, todos los líderes estén muerto, ¿cómo lo ves vos?
—Mal. Muy mal. ¿Ustedes ya hablaron con López Obrador?
—Nuncamente. Ese igual que el priísta, pura lengua, pura boca y no ayuda. Mirálo como estamos aquí; ayuda más al zapatista que lo han mandado a la chingada por mentiroso y trinquetero.
—¡Vaya! Tiene usted ideas muy centradas.
—Cómo no pues, si no somos pendejo, pues. El Obrador y el Chente Fox y el Zedillo, lo creen que somos mula, pero somos más listos que él. ¿Acaso saben que somos sus padre, pues? No lo saben.
—¿Desde cuándo pelean tierras ustedes?
—¡UUUhhh! Desde hace años. Tenemos resolución presidencial desde el Luís Cheverría pero el zapatista del Marcos se oponen. Son compinche del gobierno, caso que nos quieren ayudar, pues.
—Es entonces cierto que ustedes son víctimas, no asesinos…
—¿Asesinos? ¡La mala puta que parió al gobierno y el polecía! No somos delincuente; solo queremos el tierras que nos ofreció en el campaña.
—Oiga y, a todo esto, ese delito que les imponen de querer iniciar una guerra contra Pablo, ¿qué tan cierto puede ser?
—¡Mentira del pendejo! Solo lo quiere decir para mentir… Pero vos, ¿qué es lo que haces aquí pues? ¿No es que sos oreja del director?
Suelto la carcajada y medito sobre la capacidad de éste indígena para analizar los asuntos que tratamos. Vuelvo y le explico, paso a paso, las razones de mi encarcelamiento.
-¿Y vos lo dijistes en tu radio que el gobierno es ladrón? —preguntó como todo un erudito de la materia.
—En el periódico —le explico.
—¿El que lo tiene letra en el papel?
—Sí.
—No lo sé leer, pues, no entra el letra en mi cabeza desde chamaco y mi papá, lo puso a trabajar duro para ganar el vida y mantener al mujer. Lo casé yo bien chamaco.
—Entonces usted no sabe de lo que se escribe en los periódicos.
—Lo decían en el juntas del ejido; ahí, el que sabe, lo leía ante todos y lo explicaba. Pero yo no sé leer. Decían pues, que el Pablo lo tiene odio al locutores porque dicen el verdad en el radios, pero no lo sé pues; llegaban al ejido los brigada a decir que no lo creyéramos, que todo es inventación.
Una cicatriz en el parietal derecho de su cabeza me llama la atención. De vez en cuando pasa sus dedos sobre la marca herida y la rasca con excitación.
—¿Qué le pasó ahí?
—Dicen que lo pegué un madrazo cuando estaba bolo en el interior del cárcel. En veces lo recuerdo que sí fui yo, en veces pienso que lo pegaron otros preso. Dicen el doctor que por eso quedé loco, pero no estoy loco, no lo siento que estoy loco.
—¿Los doctores le han dicho que está loco?
—Sí pues; también el guardias lo dicen. Bien que lo oigo, piensan que lo estoy pendejo, que no lo oigo cuando lo dicen, pero bien que lo oigo, pues. No me lo da gana de hablar, estoy triste, lo duele mi corazón, lo quiero ver mi mujer con mis hijo. Don Arturo no recuerda ni su apellido aquí en la prisión, imposible recuperar su expediente para saber a ciencia cierta su identidad y el paradero de su familia. Es como si no existiera, más que a la hora del pase de lista.
Tampoco supe a ciencia cierta dónde vivía antes de ser hecho prisionero, pues él tampoco lo recordaba con certeza. En las breves conversaciones que tuvimos, mencionó ser originario de Tila; otras veces recordaba a Chilón, como su tierra natal; otras, decía ser de Sabanilla o Yajalón.
La última vez que fui prisionero, no obstante los esfuerzos por localizarlo, nadie sabía de él. O quizá, como don Arturo, todos perdieron la memoria junto con él.

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