Amor Mortal


 ¡Súbanlo con cuidado, no se les vaya a caer! —gritó el jefe de la guardia a los internos que luchábamos por llevar por la escalera de caracol a aquel anciano que recién había sido asignado al área de alta peligrosidad—. Envuelto en una cobija de lana, el hombre se quejaba de intensos dolores en el estómago. Cuando por fin lo pudimos colocar sobre unos cartones en el piso de una de las dos celdas del segundo piso, sin habérselo pedido, nos mostró la herida a un costado de la parte alta de su vientre. Parecía una cirugía mal cerrada. Pero no.
Entre llanto contenido y gimoteos, nos contó que durante su detención, uno de los policías le golpeó con una barra de hierro y le había roto una costilla; ésta, con el paso de los días, fue rompiendo sus músculos y la piel, hasta dejarle una abertura considerable. El pedazo de costilla desprendido, según nos dijo que le habían dicho los médicos, estaba en posición vertical dentro de su cuerpo.
Por la noche, cuando sus dolores arreciaron, balbuceaba frases incoherentes; llamamos a los guardias para que le llevasen al sanatorio de la prisión, empero se negaron bajo el argumento de no tener “indicaciones superiores” para hacerlo. Otro reo se las ingenió para conseguir marihuana y licor (nada imposible de lograr en ésa cárcel), hizo una especie de bálsamo y se lo untó en la herida. Cuando hubo cesado un poco el dolor, pidió ver a su esposa. Imposible. No sabíamos, por entonces, que su mujer también estaba presa.
—Don Adrian, ¿por qué está usted preso? —le pregunté unos días después, mientras compartíamos unas frutas en el pedazo de piso que le correspondía dentro de la reducida celda.
—Me trajeron por secuestro —respondió.
Me quedé petrificado. “¿Un anciano de al menos 70 y tantos años dedicado al secuestro?”, me pregunté estupefacto. “Debe ser de los que contratan para alimentar a los secuestrados”, traté de explicarme en silencio absoluto.
—Me cree un monstruo, ¿verdad? —dijo, alzando su mirada hacia el techo de la celda—.
—Pues sí; pero no puedo creer que a su edad usted se haya metido a ese tipo de problemas. Es un delito muy grave. ¿Cuántos años tiene?
—Voy a cumplir 81.
—Se ve de menos años. ¿Dónde lo detuvieron?
—En Comitán.
—¿Y el secuestrado? ¿Lo liberaron?
—¡¿Cuál secuestrado?! No secuestramos a nadie. Se lo juro.
—¿Y por qué lo involucran, entonces, en un secuestro?
—Mire, le voy a contar la historia. Mi esposa y yo nos dedicamos a recoger cosas viejas para arreglarlas y luego venderlas. Recogemos aparatos eléctricos, colchones, fierro viejo, latas de refrescos y cervezas. Tenemos un triciclo y con ese andamos por las calles de Comitán trabajando. Hace unos meses llegó un muchacho a ayudarnos porque ya estamos viejos. Le dimos un cuartito en nuestra casa y ahí vivía.
—¿Qué edad tiene el muchacho?
—Tendrá como sus 21 años, pienso yo. Pero éste chamaco, se enamoró de una muchacha. Eran novios; la familia de la chamaca no lo quería por pobre. Ya ve como es la juventud de ahora: decidieron vivir juntos y, como tenía qué pasar, éste pendejo se la robó y ahí empezó el problema.
—Pero “robarse” a una muchacha en Chiapas, es una tradición, una costumbre que se soluciona con la boda.
—Pues sí, pero la familia de la muchacha no quería boda y lo denunciaron como secuestro.
—¿La muchacha qué dice? ¿Ha declarado a favor de usted?
—¡Ése es el problema! Estos cabrones juntaron su dinerito y se fueron para los Estados Unidos. Allá viven.
—O sea que ella se fue por su propia voluntad.
—Sí pues. Ella decía que quería al chamaco y se fueron.
—¿Cuándo se fueron a los estados Unidos?
—¡Uuuuuhh! Ya tiene como seis meses. Ella hasta ya le escribió a sus papás pidiéndoles perdón.
—No me explico por qué usted están aquí en la cárcel si la muchacha se fue por su propia voluntad.
—Nosotros no tenemos nada qué ver. Pero la policía dice que es secuestro y que nos van a dar 50 años de cárcel. ¡Se imagina! Yo aquí me voy a morir y mi pobre mujercita, también está presa.
—¡¿Cómo?! ¿Ella también? Pensé que cuando hablaba en plural se refería a otros hombres.
—¡No! ¡Qué va! Es mi mujercita. A los dos nos agarraron y nos golpearon. Ella tiene golpes en las piernas y la espalda.
—¿Dónde está ella?
—Aquí mismo, en El Amate. Está en el femenil. No me viene a ver porque nos prohibieron juntarnos. Solo la vi cuando nos trasladaron de Comitán para acá y ahí fue que me contó que hasta la desnudaron los policías.
—¿Con qué lo golpearon a usted?
—Con todo. El día que me detuvieron, estábamos en una esquina esperando que una señora nos diera unos trastos viejos. De repente, llegaron varios carros y camionetas sin placas y se nos fueron encima. A mi esposa la tiraron al suelo y le pusieron una pistola en la cabeza. Igual me hicieron a mí. Exigían que los lleváramos a donde estaba la secuestrada. No sabíamos ni a quién se referían porque para nosotros, el “robo” de la muchacha fue como una costumbre del pueblo. Y ya vivía en Estados Unidos.
—¿A dónde lo llevaron?
—Primero a mi casa. Ahí nos volvieron a golpear. Nos daban con todo: patadas, bofetadas, cachetadas; nos pegaron con la culata de sus armas. A mi esposa le reventaron los labios y un oído… pienso que fue el oído porque le salía mucha sangre por la oreja. Vaciaron nuestra casita. Se llevaron la tele, el equipo de sonido, un horno de microondas, en fin, cargaron sus camionetas con nuestras cosas.
—¿Luego qué pasó?
—Nos llevaron a la Fiscalía de Comitán. Ahí ya no vi a mi esposa. Se la llevaron aparte. Me volvieron a golpear. Me quitaron la camisa y me amarraron a una silla. Me dieron toques eléctricos en las tetillas y luego me pusieron unas pesas en los güevos. El comandante me estaba exigiendo que devolviera el dinero del rescate que había pagado la familia.
—¿Cuánto se supone que pagó la familia de la secuestrada?
—¡Cinco millones de pesos!
—¿La familia de la muchacha es entonces adinerada?
—¡No! Es pobre, igual que nosotros. Su papá es campesino asalariado y su mamá vende elotes cocidos. No tienen ni medio peso para pagar un rescate. Pero dicen que pagaron cinco millones y que nosotros tenemos ese dinero.
—Lo torturaron y eso le obligó a declararse culpable, supongo.
—El Ministerio Público me dijo que si le ponía mi casita a su nombre y si conseguía 50 mil pesos para los judiciales que me detuvieron, no consignaría la averiguación previa. ¿Se imagina si yo hubiera secuestrado a esa muchacha y hubiera cobrado cinco millones de rescate? Con las manos en la cintura le hubiera dado mi casita y los 50 mil pesos al Ministerio Público y no estuviera aquí.
—Luego entonces, no hubo confesión…
—Para nada. No podía confesar un delito que no cometimos.
—¿Y su esposa, confesó?
—Ella sí, porque le dijeron que yo no había aguantado la madriza y me había muerto; le dijeron que lo mismo le iba a pasar si no confesaba y además, que si confesaba, la dejarían ir a mi entierro. Imagínese: golpeada, con frío, porque la mantuvieron desnuda los cuatro días de interrogatorio, con miedo y triste por mi supuesta muerte, no tuvo más que confesarse culpable de un delito que no cometió.
—¿Qué le ha dicho el juez?
—También ya pidió dinero para dejarnos libres. Quiere 200 mil pesos.
—¿Si no se los da?
—Dice que me va a sentenciar a 50 años.
—¿Su familia ha hablado con la presunta secuestrada y el muchacho?
—Ya, pero ella no quiere regresar y el muchacho si viene, lo meten a la cárcel.
Don Adrian se alegra sobremanera cuando su esposa le llega a visitar por primera vez. Luego se volvió costumbre por las tardes. Después de varios intentos de su abogado, lograron quitar las restricciones. Según me contó su defensor, un abogado de oficio pagado por el Estado, tuvo qué alegar razones humanitarias e incluso, amenazar con recurrir a organismos defensores de los derechos humanos para denunciar los abusos de las autoridades para lograr por lo menos, las visitas al anciano.
Su esposa, menudita y morena, acaricia sus trenzas mientras platica su historia durante los días en que estuvo en los separos de la Agencia Estatal de Investigación. Pide no mencionar su nombre. Se enjuga las lágrimas de vez en vez y mira suplicante a su marido, como si buscase perdón por haber confesado un delito no cometido.
—Me apalearon fuerte. El comandante me metía las manos entre las verijas y me apretaba mi “panocha” a cada rato; me escupía la cara y me pegada con la mano en los cachetes ––dice como si no estuviera hablando—.
—¿Pidió piedad en algún momento?
—A cada rato le suplicaba que no me pegara; lo que hacía el infeliz era agarrarme de mis partes y hasta me arrancaba pelos cada vez que me agarraba ahí. El dolor era insoportable. Le decía al hombre que pensara que tenía una madre y que a él no le gustaría que así la trataran. Solo se reía y me decía que con su madre no me metiera porque era una santa y por eso lo había parido a él, defensor de la ley.
—Era cínico el sujeto, por lo que me cuenta. ¿En qué momento confesó usted?
—Me dijeron que mi marido ya había muerto y si quería ir a su entierro, que confesara y como recompensa me darían permiso para ir a enterrarlo. Y que si no confesaba, me iba a pasar lo mismo. Con decirle que no me acordaba el nombre de la muchacha y puse en el papel que me dieron, el primer nombre que se me ocurrió.
—O sea que si se revisa el expediente, bien pudo haber confesado que “secuestró” a una persona que no existe…
—No sé si así será, pero no me acordé del nombre y así se fue para el expediente.
—¿Qué puso usted en el papel?
—Que junto con mi esposo habíamos secuestrado a la fulana de tal y que cobramos 20 mil pesos de rescate.
—A su esposo le decían que cinco millones.
—Sí pues, pero a mí esa cantidad me dijo el Ministerio Público que dijera. Al rato, me dijeron que me vistiera…
—¿Seguía usted desnuda?
—Desde que me llevaron a la Fiscalía me desnudaron. Me vestí y me llevaron a una camioneta. Me volvieron a bajar y me llevaron a una sala donde había periodistas. Casi me desmayo cuando veo a mi esposo que lo llevan esposado. ¡Me habían dicho que estaba muerto! Nos presentaron como los líderes de la “Banda de los Tricicleros” y que habíamos cometido muchos secuestros en Comitán, La Trinitaria, Las Margaritas y San Cristóbal de las Casas.
—¿Hay algún otro expediente de secuestro contra ustedes?
—No, gracias a Dios. Nomás lo dijeron para molestar, porque nosotros somos gente humilde, trabajadora; todos en Comitán nos conocen y saben que desde hace muchos años nos dedicamos a recoger chácharas en la calle y las casas. Don Adrian estuvo pocos días en el área de alta peligrosidad. Una noche fue llamado, aparentemente a la rejilla de interrogatorios y jamás regresó. A su mujer tampoco la volví a ver en el penal femenil. Nadie sabe qué pasó con ellos.

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