El Berrio

El intenso frío congela los tuétanos. La mañana es escalofriantemente helada. Es la Tercera ocasión en que Pablo Abner Salazar me envía a prisión, molesto por las críticas a su mal gobierno y las denuncias por la campante corrupción que él encabeza. A las dos de la mañana, el alcaide de la prisión atiende mi petición de pasar la noche en el área conyugal, donde estuve confinado 19 días durante la segunda ocasión en que fui hecho prisionero. Ahí me reúno con dos viejos camaradas de prisión: Carlos y “El Águila”. Charlamos casi toda la noche y a las 6, de la mañana, cuatro guardias me metieron a una sucia celda, anegada de agua.
El pretexto: evitar una confrontación con otro prisionero ahí asignado, acusado del asesinato. Éste se sabía, habría servido de informante personal de Pablo Abner Salazar y habría sido él quien planeó — junto con David Tovilla, jefe de prensa de la dictadura— la brutal ofensiva mediática contra los periodistas independientes de Chiapas. La verdad era que ni el sujeto aquel (que terminó siendo traicionado por su antiguo amigo, ahora con cargo de “gobernador”) ni yo, teníamos intenciones de agredirnos. Más aún, ni nos conocíamos, más que de referencias.
Durante tres horas, el hedor de la celda me acosó sin compasión. Carlos, “el Águila”, el señor Orantes y el mismo imaginario “enemigo” mío, me pasaron por las ventanas traseras, agua, papel higiénico, algo para masticar e incluso, una vieja Biblia para distraerme. Un guardia penitenciario a quien conocí durante la segunda ocasión que estuve ahí, abrió la celda y me explicó las razones del encierro.
—Se van a matar ustedes, cabrones. Entiende que es por razones de seguridad.
—A mí no me interesa ese compa. Aquí todos somos iguales: presos, nada más.
—Son órdenes superiores. Aquí vas a estar hasta nuevas instrucciones. Van a trasladar al otro reo a otra área para que tú te quedes aquí.
—Esto es un atropello; lo voy a denunciar.
A las 9 de la mañana, un nutrido contingente de guardias llegó a sacarme de la celda; me rodearon y cubrieron con escudos antimotines y me condujeron hasta el pasillo principal. En la última planta del área conyugal, mi supuesto adversario, veía divertido la escena. Ya libre de “peligro”, el contingente se fue a paso redoblado y me quedé sólo con el jefe de seguridad de la prisión y un policía.
—Vas al área donde están los más “pesados”, los más “gruesos”; esos son cabrones… Esconde tu reloj, rompe tus zapatos para que no te los roben —me alertó el jefe de los guardias.
—Te tuvimos en Conyugal mientras llegaban las órdenes de Tuxtla para saber en qué área te asignamos.
—¿Y quién da tales órdenes?
—Eso no te lo puedo decir; confórmate con la esperanza de salir vivo de ahí.
—¿Tan peligroso es?
Aquel hombre respondió con una sonrisa sardónica y ordenó que nos parásemos a mitad del pasillo. A los pocos minutos, un guardia acompañaba a un reo vestido solo con una camiseta sin mangas y un pañuelo amarrado a la cabeza.
—Es el “preciso” del módulo “Rosa” —explicó el alto mando policial. Tiene instrucciones de hacerse cargo de ti. De ti depende que salgas vivo de ésa área.
—A la cueva a donde te llevamos no vas a encontrar nada bueno: asaltabancos, secuestradores, homicidas, narcotraficantes, violadores; es gente que no se va a tentar el alma para partirte la madre a la primer provocación —secundó el policía que custodiaba al “preciso”.
Éste sonrió y dejó ver sus blancos dientes. Me tendió la mano y se presentó como “El Berrio”.
—Ya sé quién eres, no hay pedo; acá solo es cuestión de seguir las reglas y no meterse con nadie. Son gente muy pesadita, gente cabrona, pero de buenos sentimientos. Ya los vas a ir conociendo —me dijo “El Berrio”, sentado frente a mí, en la plancha que le servía de cama.
—No te preocupes; soy gente de reglas y normas. Sé respetar.
Cuando llegué al área de “Alta Peligrosidad” como es conocido el módulo “Rosa”, completábamos trece hombres el contingente. Compartimos las reducidas cuatro celdas que había. Poco a poco, fuimos encontrando sentido a la solidaridad. Cuatro indígenas, dos ex policías, dos “maras salvatruchas”, un pastor evangélico, un exfuncionario público, dos obreros y éste periodista, formamos el grupo de reos considerado en otras áreas y por las autoridades del Penal, como “delincuentes de alta peligrosidad”. Salvo yo, que estoy bajo proceso por el nunca comprobado delito de difamación, todos están acusados de asalto a bancos, secuestro, homicidio, robo de vehículos, narcotráfico, violación y tráfico ilegal de joyas arqueológicas, parricidio, entre otros delitos graves.
Por los escasos metros de cielo que nos corresponden, las nubes pasan veloces dejando una estela de imperturbable aire helado. Afuera, cientos de reos se enfrentan al clima con estoicismo, ante la falta de cobijas. Los que más lo padecen son los de nuevo ingreso a quienes, en el área de ingreso, los despojan de toda vestimenta para que utilicen la rala camiseta reglamentaria. Algunos, ni enterados han sido de los motivos por los que han sido llevados a ese lugar, pero de todas formas, deben luchar contra las inclemencias de un tiempo que, conforme pasan las horas, más se agudiza.
La camaradería, sin embargo, parece más fuerte que el frío. Poco a poco, la confianza va derribando muros y en pocas horas, todos parecemos ser uno. Me convierto, de la noche a la mañana, en el escribiente de todos. Mi habilidad para pintar, me granjea amigos y me llueven peticiones para hacer retratos y dibujos raros. Mis amigos y colegas, enterados de la necesidad económica para sobrevivir ahí dentro, me refaccionan constantemente con algún dinero con el que ayudo a los demás compañeros, con quienes además, comparto la despensa que me es llevada. Los dos “maras salvatruchas”, se ofrecen a cuidarme las espaldas y así lo hacen con una lealtad que hasta hoy, me parece irreal.

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