Doña Flor



Su mirada me recordó la de un águila a punto de atrapar a su presa: profunda, escudriñadora, amenazante. Sentí sus ojos como flechas cuando me acerqué al anaquel donde exhibía galletas, dulces, cigarros.
—¿Qué desea, joven? —Me preguntó con la voz ronca y fuerte.
—Café, cigarros y pan de Coita, si tiene —le dije sin dejar de verle a los ojos; tenía en su mirada la seña de ser una mujer de carácter fuerte. En la prisión es una regla no escrita, no ver directamente a los ojos al resto de prisioneros. Se considera una ofensa, un reto.
—Cigarros, café y galletas, si quiere; pan de Coita, solo que vaya usted a traerlo ahorita—. Y me trae unos a mí, porque ya se me antojaron. ¿Es usted de Coita?
—No; de Tuxtla. Y si me espera, voy y regreso con su pan coiteco.
Soltó una carcajada que hizo trizas el hielo inicial. Ya me habían advertido que la señora, era de armas tomar. Muy poca de dar confianza a la gente. Escogí una mesa y me senté a esperar el café, mientras ella lo preparaba.
—¿Qué lo trae por aquí? —me preguntó cuando ya se había sentado frente a mí.
—Más bien me trajeron. Por mi parte, no vendría solo.
—Tiene razón, nos trajeron. No lo había visto por acá, supongo que es nuevo en éste “centro vacacional”.
—Sí, soy nuevo. Vine a reflexionar un poco sobre la vida. ¿Y usted, desde cuándo vacaciona en éste paradisíaco lugar?
—¡Huy! Ya tengo como tres años.
—¿A quién mató, pues?
—A un par de pendejos.
—¿Por qué?
—Por preguntones.
Traté de no poner demasiada atención a su respuesta que me pareció un aviso para no seguir con mi habitual costumbre; hacer preguntas incómodas puede ser riesgoso. Pero su carcajada divertida me indicó que no se había molestado en lo absoluto.
—¿Ya comió? —preguntó con cierta familiaridad, como si nos conociésemos de mucho tiempo atrás. Le respondí que sí y se ofreció a proporcionarme alimentos durante el tiempo que estuviera ahí, recluido. Le agradecí el gesto y acordamos los costos de la alimentación. Fue el nacimiento de una amistad que hasta hoy, permanece intacta.
Doña Flor, aquella mujer de firme carácter, se convertiría desde entonces, en mi Ángel de la Guarda. Todas las tardes durante las se-manas que estuve en prisión, nos trenzamos en interminables charlas sobre la vida; sentados en el suelo, viendo partidos de volibol ó a veces, jugando con el resto de internos e internas, armábamos tertulias ricas en anécdotas personales. Era una mujer de fácil y cálida carcajada que contagiaba su entusiasmo.
Respetable y respetuosa, su forma de vida dentro de la prisión le granjeó el respeto de toda la población que le llegó a conocer. Fue por cierto, honesta y contundente al admitir sin ambages, el delito por el que estaba en El Amate.
—Mirá vos chaparro, el respeto es lo primero que uno se debe ganar. Aún así cometás el peor de los errores, un error que te lleve hasta donde estamos hoy, debes de ser respetable. Y debes saber respetar a los demás. Sin respeto, no hay convivencia con nadie. Conozco pendejos que tienen dinero, pero no respeto; nadie los ve con respeto. Ahora sí que como dicen, podrás tener dinero para comprar una escuela, pero no para comprar respeto y educación.
—Tiene usted razón, doña Flor. Veo que aquí todos la respetan y eso es bueno; me da la impresión que usted ha ido construyendo el estatus del que goza a base de respeto, pero también de sacrificio…
—Todo es un sacrificio; yo estoy aquí porque primero, quise sacrificarme por mi familia. Me equivoqué, es cierto. Fue un sacrificio doble porque ahora, aparte de mí, están mis hijas siendo sacrificadas por un error mío. Y un error te lleva a otro y éste a otro. Es una cadena que si no paras a tiempo, terminas por asfixiarte y asfixiar a los demás que por lo general, son a los que más amás y los hacés sufrir de más.
—¿Se arrepiente de lo que ha hecho en la vida?
—Dicen que arrepentirse es como negar tu experiencia; el arrepentimiento siempre llega tarde, cuando ya no puedes componer las cosas. Si acaso debes arrepentirte ante Dios, que es el único que perdona tus faltas. Pero arrepentirte contigo mismo es no aceptar que eres humano y que por lo mismo, cometes errores. Yo los he cometido y lejos de arrepentirme, creo que debo aprender de mis errores para ser mejor. ¿Cuántas gentes conocés que se arrepienten del mismo error? Es porque se arrepintieron pero no aprendieron. Y vuelven a cometer el mismo error. Le dan más tiempo al arrepentimiento que al aprendizaje. Yo trato de aprender. Tal vez no aprenda todo, pero algo se va quedando de la experiencia.
—El arrepentimiento es como un reproche íntimo y al mismo tiempo, como una invitación a cometer el mismo error; es lo que entiendo de lo que dice. Pero dígame, ¿usted cómo concibe el delito por el que está aquí?
—Cómo un acto humanitario. Porque ayudar a una persona sin documentos a llegar a su destino, Estados Unidos, no debería ser un delito. Claro que hay cabrones que abusan de ellos. Les roban, a las mujeres las violan, los dejan abandonados en el monte o incluso, los matan. En mi caso, los llevaba hasta donde lo estipulaba el trato. Mucha gente venía sin comer, sin dinero, sin ropa y nosotros les cubríamos esas necesidades. Ninguno de mis clientes puede quejarse de un mal trato. Los tratamos con respeto y generosidad. Porque ellos, al igual que nosotros, son humanos y si se atreven a viajar a Estados Unidos, es porque tienen necesidades y si acá son maltratados, pues no se vale.
—Es usted una de las pocas personas que he conocido en éste penal que admite su delito; no me dice, como la mayoría, que es inocente…
—¿Para qué negar lo que uno es? Yo no soy hipócrita. No dudo que cometí un error; que me equivoqué de trabajo, que violé la ley que para eso está, para castigar. Pero la vida es dura y hay que buscar formas de mantener a tu familia. No soy de las que culpa al gobierno de la falta de empleo que empuja a muchos a cometer errores, pero existen todavía muchas fallas en el gobierno que obligan a tomar caminos equivocados. Sí, cometí un error, pero ya lo estoy pagando ¡y muy caro!
—¿Lo volvería a cometer?
—¡Nunca, chaparro! Lo hice por necesidad y sacrifique lo que más amo: mis hijas. Cada una tiene su forma de ser; pero son mis hijas y a ellas me voy a dedicar cuando salga de aquí.
—¿Lo promete?
—¡Mirá cabrón, me pongo la mano en el pecho para jurártelo!
—¿Qué ha aprendido aquí?
—Que la libertad es un don de Dios muy preciado que no debemos perder. He aprendido que aquí, todos somos iguales; aquí, como en el panteón y el hospital, no hay ricos ni pobres. Aquí he conocido a gente de mucho dinero y a gente muy pobre. He aprendido que los hijos son los únicos que se preocupan por ti. He aprendido que los verdaderos amigos, solo son aquellos que, aunque sea de vez en cuando, te vienen a ver y que no te ven con desprecio por estar aquí. He aprendido que mucha gente que antes de caer en la cárcel, te adulaba, te visitaba, te decía cosas lindas y ahora, se avergüenzan de ti. Aquí se aprende de todo. A bordar, a coser, a querer de verdad y a apreciar a los que verdaderamente te quieren. Me falta por aprender si los amigos que aquí haces, serán para siempre. Me falta aprender muchas cosas.
—La sabiduría llega cuando uno ya lo sabe todo, ¿no?
—¡Comé tu churro! Si uno llegara a saberlo todo, no tendría que estar aquí. Si yo hubiera sabido todo, como creía, de pendeja me me-to de pollera. Pero en cierto modo tenés razón: cuando uno ya sabe las cosas, es demasiado tarde; aprendés demasiado tarde. O te enterás cuando ya lo sabe toda la gente, menos vos.
—¿Se avergüenza de estar aquí?
—Si la vergüenza te derriba, que te levante tu orgullo. La vergüenza es el lazo con que se ahorcan los cobardes. Si tuviste valor para quebrantar la ley, debes tener orgullo para enfrentar las consecuencias… Y valor. Mirá, yo soy coiteca; ahí he vivido toda mi vida y ahí pienso morirme. Mi pueblo, por si no lo sabías, es un pueblo donde el chisme es el Rey. No me habían detenido y ya todos lo sabían. ¿De qué me sirve ahora esconderme? ¿De qué me sirve sentir vergüenza? Debo tener orgullo para enfrentar las consecuencias de mis actos. Y quien esté libre de pecado, que me lance todas las piedras que se le antojen. Me preocupan mis hijas. Pero como toda madre, pelearé por ellas cuanto sea necesario.
—¿A dónde la gustaría ir cuando salga de aquí?
—A la Basílica de Guadalupe, a pedirle perdón y agradecerle sus favores. Por cierto, si te preguntan algún día dónde nos conocimos, por vida tuya, decís que nos conocimos en Cancún. Digo, hablando de vergüenzas.

Entradas populares de este blog

El Byron

La Señora Armendáriz

El Capitán

Amor Mortal

Argueta