El Águila


Se antoja un café y junto con Carlos y “El Águila”, dos prisioneros cuyos expedientes penales fueron prefabricados, nos disponemos a prepararlo. Sobre una mesa de plástico, el rompecabezas que desde hace días tratamos de armar hasta la madrugada, nos espera para otra larga noche de tertulia, cuentos, chistes y reflexiones. Es la forma de rumiar las horas del día, de soñar despiertos. Con Carlos, acusado de dos horrendos asesinatos ocurridos en Tuxtla Gutiérrez mientras él trabajaba en Mérida y El Águila, señalado por un asalto cometido cuando él se encontraba en Oaxaca de escolta del hijo de un exgobernador de ese estado, hicimos buenas migas desde la primera tarde que pasé en el área Conyugal, donde se decía, estaban los presos castigados.
Esa noche era de visita conyugal y el área estaba llena de presos con sus esposas e hijos. El llanto de un niño nos sacó de la conversación y uno a uno, salimos intrigados de la celda para ver lo que le ocurría al chiquillo. En la planta de abajo, un bebé llora desesperado, sentado a la puerta de una celda, exigiendo a sus padres que le abriesen la puerta. En el resto del patio, otros chicos juegan displicentes, sin poner atención al llorón.
—¿Por qué llora el bebé? —preguntamos a mismo tiempo los tres.
—Es que sus papás están haciendo “cositas” allá adentro y no lo dejan entrar hasta que terminen —explica una niña descalza de más o menos 10 años.
Nos quedamos viendo sin saber qué hacer. Inexplicablemente, a ésa área dejan entrar a las parejas con sus niños y éstos, irremediablemente, tienen qué ser testigos de lo que los adultos hacen. Nos encogimos de hombros y determinamos aguantar los chillidos del bebé hasta que sus padres decidieran abrirle la pesada puerta de metal. Bebimos café en silencio durante un rato; nadie toca el tema, nos sentimos obligados a comprender a los padres de ese niño, aunque no compartamos su salvajismo sexual, o su calentura extrema.
Otra niña, de unos doce años, aunque aparenta menos por la falta de alimentación que acusa su pequeña estatura y el color amarillento de su piel, entró a la celda que compartimos para el relax del día, a pedir un vaso de café. Carlos vende a tres pesos la medida del aromático, un buen negocio en medio de éste frío penetrante. Gritos y gemidos de una mujer provenientes de quién sabe qué celda, nos saca del silencio que nos hemos auto-impuesto en solidaridad con aquel niño llorón.
Pero el precoz comentario de la niña nos saca del mutis y obliga a soltar una sonora carcajada que debió escucharse en todo el penal:
—Es doña Martha; no puede coger sin pegar de gritos —dijo como si nada—. Y así se la pasa toda la noche, no deja dormir la pinche vieja —remató a medio pasillo, rumbo a la celda de sus padres, a los que acusó de estar, precisamente, en sus faenas sexuales—. Y añadió una contundente y no pedida aclaración:
—¡Mi mamá ni ruido hace cuando se la coge mi papá! Como si lo hiciera nomás para que mi papá, se sienta un chingonazo para hacer sus cochinadas —nos gritó del otro lado.
En efecto, la mujer no dejó de gruñir casi toda la noche. Nos ha obligado a tejer teorías sobre sus escandalosos orgasmos.
—Está fingiendo —considera El Águila.
—Creo que la está madreando —opina Carlos.
—Creo que está atrapada entre la taza del baño y el lavabo —dijo Tarzán y añadió: —¡Ya! Que la madree a ver si así se calla esa drogadicta.
—Sospecho que grita para disimular los ronquidos de su marido —dije para no quedarme atrás. Todos rieron y seguimos, como si nada, el armado del rompecabezas, la charla y los chistes colorados que, para eso, Tarzán y el Águila, pese a su formación militar, se pintaban solos.
De tres pisos, el área conyugal es como un hotel dentro de la prisión. Celdas amplias, corredor estrecho. Los baños, tan oxidados, que bien puede morir de gangrena cualquiera que llegase a cortarse en sus afiladas puntas. De hecho, muchos presos han contraído graves enfermedades venéreas con el solo contacto con éstas. En algunos baños, los hongos pululan con tanta libertad que casi saltan sobre uno.
Cuando el usuario es afecto a la limpieza, procura dejarlos intachables… Pero la mayoría, prefiere la suciedad. Un día tuvimos que limpiar las paredes de una celda que fue rociada con excremento y la pestilencia llenaba todo el ambiente. Había qué ver las “colchonetas” donde dormían los reos: pedazos de esponja sucias que solo verlos, invitaban al vómito.
Eso sí, las normas de entrada y salida, se cumplen al pié de la letra. Una mañana que una de las parejas se quedó dormida, se armó tal alboroto que pensamos que se habían fugado, o habían muerto en el trance del amor.
Cuando por fin abrieron la celda, poco importó a la guardia que la mujer estuviese desnuda. A empellones fueron sacados del lugar y por varios días no se les vio por el lugar.
Otra tarde, una guardia se percató que los tacones de los zapatos de una mujer estaban sobrepuestos. Ordenó que se los quitase y descubrió que llevaba marihuana.
—No te voy a reportar, pero no te voy a dejar con tu pareja — sentenció.
Tampoco se le volvió a ver de visita conyugal, pero eso sí, se supo que dio a la guardia, una importante cantidad de dinero para no ser acusada formalmente ante las autoridades.
A veces las golpizas entre parejas eran memorables. Cuando la paliza se tornaba insoportable, las mujeres salían corriendo, desnudas, a los pasillos o el patio pidiendo la ayuda de los guardias para someter al rijoso marido ó amante en turno. Y todo eso era presenciado por decenas de niños que suelen acompañar a sus padres. Por eso no nos sorprendió la precocidad de aquella niña, pues desde muy chicos aprenden los asuntos relacionados con los adultos.
De hecho, hubo un tipo que en varias ocasiones, ofreció a sus “hijas” en materia de prostitución a quienes convivíamos en el área conyugal. Por 50 pesos, ponía al mejor postor el cuerpo de quienes en realidad, eran sus hijastras. Y cuando no encontraba “cliente” para éstas, él sostenía escandalosas sesiones de sexo con su mujer y sus “hijas”, al oído de todos. Las muchachas no cumplían aún los 18 años, aunque por la azarosa vida que llevaban, parecían tener más de 30.
Ahí se torcieron las reglas, se acabaron los cuidados hacía los niños. En el penal femenil, no es raro ver a niños de menos de dos años, deambulando por todas partes. La explicación oficial es que no se puede separar a los niños de las madres. Sí, pero, ¿deben los niños presenciar los actos sexuales de sus padres? ¿A qué están expuestos en un lugar como la cárcel, niños como la que nos habló de sexo como toda una experta?
El Amate, no es más que una escuela más de delincuencia, de alta delincuencia, drogadicción y prostitución. Eso, pese a lo que digan con bombo y platillo las autoridades, que pagan enormes cantidades de dinero a las grandes empresas televisoras para difundir una imagen engañosa. Me consta.

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