Paseo en Vocho

Amables, dos hombres jóvenes me abordaron a la entrada del edificio del Partido Revolucionario Institucional, a donde acudí ese día para realizar una entrevista con el Secretario General de ese partido. Vestidos con ropas andrajosas, los dos sacaron de sus bolsillos un papel doblado y casi hecho jirones.
—Es una orden de aprehensión en su contra, por favor, acompáñenos —dijo uno de ellos tomándome del brazo.
Pedí leer la orden de aprehensión y alcancé a notar que estaba fechada en diciembre del año 2002. Estábamos en marzo del 2006. En el derruido papel, se ordenaba mi presentación ante el Agente del Ministerio Público. Una funcionaria priísta, trató de intervenir, lo que enojó a los dos hombres. Algo me decía que no era una orden de aprehensión legal. Pedí a Judith Molina Estrada, periodista y amiga mía, tomase algunas fotos del momento, lo que alertó a los sujetos. Trataron de escabullirse conmigo a rastras, pero la reportera fue más hábil y rápida.
A media cuadra, una camioneta de doble cabina, sin placas ni distintivo de la entonces Fiscalía General del Estado, nos esperaba. Me subieron a la parte de atrás y los dos hombres se fueron a la parte delantera.
Durante la primer detención ocurrida el 9 de enero del 2002, los agentes del orden habían cerrado el boulevard principal del centro habitacional donde entonces vivía. Una hora antes, una supuesta “amiga” insistió en que le diese la dirección de mi casa, puesto que debía entregarme un recado urgente. 
Ante la obstinación de ésta, le di la dirección; llegó con una bolsita de dulces que puso en mis manos y se marchó. Dos camionetas de lujo fueron atravesadas a media calle y dos más, me cerraron el paso por la parte de atrás. Todos los vehículos llevaban placas y distintivos oficiales. No había duda que se trataba de una acción dentro de los cauces legales, salvo el momento en que uno de los agentes, me puso la pistola en la cabeza, ordenándome que saliera del Volkswagen gris de mi propiedad, donde me conducía. 
El agente fue imprecado por el que parecía llevar el mando y me dejó en paz; yo mismo conduje mi automóvil hasta la Fiscalía, acompañado por cuatro guardias uniformados con playeras negras y pantalones de mezclilla, quienes mantenían fluida comunicación por radio con el entonces Fiscal General, Mariano Herrán Salvatti.
El 28 de marzo, la acción fue distinta: llegaron dos solitarios agentes en una camioneta sin placas, desencajada y maloliente; éstos se comunicaron una sola vez por el teléfono celular.
—Ya tenemos a la presa, espero instrucciones —dijo el que conducía el vehículo.
No escuché la respuesta. Noté que no se dirigía hacia la zona norte-oriente donde se encuentran las oficinas de la Fiscalía, sino hacia el poniente de la ciudad, hasta el boulevard “Belisario Domínguez”, nomenclatura en honor al prócer de la libertad de expresión en México. Al sonar el celular de aquel hombre, dio un giro brusco en un retorno y tomó las calles menos congestionadas de la ciudad, ahora sí, con rumbo al oriente y luego, hasta la Fiscalía.
Contrario a otras detenciones ordenadas en mi contra, ésta vez no habían impresionantes despliegues policiales en el edificio gubernamental. Me bajaron de la camioneta gris y de inmediato, me subieron a una vagoneta blanca, también sin placas ni identificación oficial. Dos bancas de madera a lo largo de la camioneta y varios tubos verticales, era todo lo que había dentro. Solo dos agentes, distintos a los que llevaron a cabo la detención, subieron al auto y enfilaron hacia el Libramiento Norte; antes, me esposaron a una de las barras.
—Vamos a hacer un viaje que le va a gustar; procure no hablar de nada —dijo secamente uno de ellos, cuya gordura era impresionante.
No respondí. Llevaban cada uno, un rifle de asalto, dos pistolas tipo escuadra y un revolver de los conocidos como “bull-dog” en la parte central de los asientos delanteros.
—¿Sabe usar armas, señor? —preguntó el que manejaba el vehículo. El otro hacía mutis e igual, no parecía ser policía. Ambos vestían pantalones de mezclilla sucios y playeras.
Tampoco respondí. Ellos también se quedaron en silencio ante el mío. No llevaban radios, como suele suceder en esos casos. Vía celular iban dando las coordenadas del viaje. Al parecer, tenían problemas con la papelería legal. Es lo que alcancé a deducir de lo que respondía uno de éstos a su interlocutor al otro lado de la línea telefónica. Era claro que no me llevaban a la prisión; dieron varias vueltas por distintas partes de la ciudad por largo rato hasta que casi dos horas después, enfilaron hacia el Libramiento Norte, para tomar la salida de Tuxtla Gutiérrez.
La velocidad con que manejaba el tipo que conducía, era espantosa; rebasaba por la derecha, le mentaba la madre a los automovilistas que le obstruía el paso, frenaba bruscamente… Mientras, el otro informaba sobre la ruta, el tráfico y de vez en vez, comunicaba mi estado de ánimo: “Va tranquilo el palomito”. “Está asustado el güey”. “No quiere hablar éste pendejo”, decía en son de burla, volteándome a ver, como haciéndome saber que se refería a mí.
La noticia de mi detención había corrido como reguero de pólvora. En los noticieros de radio, se daba cuenta del suceso. Muchos colegas ya habían ido a la Fiscalía para saber de mi paradero.
Las conversaciones eran cada vez más agrias entre el agente encargado de dar los informes del viaje y quien estaba al otro lado de la línea; supuestamente me trasladaban al penal de El Amate. De pronto, un par de retornos antes de tomar la carretera rumbo a Cintalapa, municipio a más de cien kilómetros donde se encuentra la prisión, el chofer dio media vuelta y se enfiló de nuevo a la ciudad.
—Anda de suerte, llegó una contraorden —dijo y agregó: —Pero no se confíe. Las cosas están de la chingada para usted. Media hora después, dos funcionarios de la Fiscalía, se disculpaban conmigo.
—Fue un error, hubo una confusión —trató de explicar uno de ellos.
—Desde la orden de aprehensión, que fue con la que me detuvieron en enero del 2002, me di cuenta de su “error” —les respondí.
—Queremos dos cosas: que nos disculpe por el error cometido y que no vaya a hacer un escándalo por este error. Su nombre ya está en la radio, sus compañeros ya vinieron a reclamar. Hoy llega el Presidente Fox a inaugurar un hospital a Tuxtla y no queremos que sus amigos lo vayan a interpelar por este asunto.
—No le puedo garantizar nada. Los errores tienen consecuencias y cada quién debe asumir la suya.
—No sea cabrón, persuádalos de no hacer una mamada.
—No está en mis manos. A todo esto, ¿de qué se me acusa ahora? ¿Qué delito he cometido?
—Dejémoslo así.
El jefe de prensa de la Fiscalía, se ofreció a llevarme de regreso a casa. Varios periodistas me esperaban... Más bien, tejían planes de defensa jurídica y acciones diversas para exigir mi presentación en público, toda vez que les habían negado acceso a la Fiscalía. Y a los pocos que lograron una comunicación con las autoridades, les habían negado que yo hubiese sido detenido. Estaba en calidad de desaparecido. En realidad, estaba secuestrado, pues no hubo una orden de aprehensión vigente, no había el papeleo normal que ese tipo de casos requiere y además, me estuvieron dando vueltas, engrilletado, por toda la ciudad.
Se sorprendieron de verme de vuelta. Tras las explicaciones, llegamos a una conclusión escalofriante: tenían planes de desaparecerme; pero la llegada ese día de Vicente Fox a inaugurar un hospital frenó los planes de Pablo Abner Salazar y Mariano Herrán Salvatti.
Meses después, nuestras sospechas se confirmaron: había órdenes de “darme una lección”. Las habían dado directamente, Rubén Velázquez y Pablo Salazar. Del acoso policial habían dado el paso de desaparecer a sus críticos.

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