La fiesta


Como todas las tardes, Carlos, “El Águila” y yo, nos fuimos a los campos deportivos del penal femenil a jugar básquetbol. De regreso, tuvimos la inquietud de irnos a la fiesta del “Día del Amor y la Amistad”, pero a mí me negaron el permiso.
—Está prohibido que dejemos pasar a Ksheratto al otro lado; si quieren solo ustedes dos —dijeron a Carlos y al “Águila”— pueden pasar, pero Ksheratto no puede, se queda en el módulo —anunció el guardia.
—¿Por qué razón? —preguntamos.
—No sé si te han dicho, pero los dos guardias a la entrada del módulo, no son de los nuestros; son de la Secretaría de Gobierno y de la Fiscalía. Están ahí con la orden de vigilar tus movimientos. Tenemos a la gente del gobierno aquí, en la nuca, presionándonos para que te restrinjamos lo más que se pueda.
La confidencia del guardia me dejó petrificado. Sabía que tanto la Fiscalía como la Secretaría de Gobierno, en ese entonces en manos del ahora senador Rubén Velásquez, estaban al tanto de mis movimientos afuera, pero nunca pensé que aún dentro de la prisión, quisieran controlar mis actividades. En libertad, espiaban las llamadas telefónicas, montaban guardias de vigilancia en las afueras de mi casa, me seguían a todas partes. Pero en la prisión, me resultaba inaudito. Ya me tenían en sus manos.
—Si no entra Ksheratto, no entro yo —afirmó Carlos con una mirada de solidaridad que nunca olvidaré.
—Yo tampoco —secundo el “Águila” dando media vuelta rumbo a su celda.
—Bueno, allá adentro hay una fiesta y no hay fiesta donde no exista una botella de licor, ¿podemos siquiera convivir acá adentro, como los de afuera? —dije al resto de los guardias.
—Sí, pero que se vayan los de la puerta y que por sus propios medios la consigan —aconsejó el gendarme y se fue con los demás. Teníamos claro que ellos no nos traerían una botella de licor. No era difícil conseguirla en el interior, siempre y cuando consiguiéramos al estafeta apropiado. Desde la ventana de mi celda que daba a los patios del penal varonil, los reos que llegaban los fines de semana con su visita conyugal, pedían desde un refresco hasta un gramo de cocaína; así que no nos costó indagar el precio de una botella de tequila… Y conseguirla. Esperamos que se fueran los hombres del gobierno encargados de vigilarme y nos dimos a la tarea de buscar el elíxir de los bohemios.
—¡Cuesta 600 pesos la botella de Presidente! —nos gritó el estafeta desde el otro lado de la maya ciclónica que separaba el área conyugal del resto de módulos.
Nos desmoronó porque no nos alcanzaba el dinero. Sin más remedio —y yo, con ganas de probar la famosa bebida de casi todas las prisiones de Chiapas—, pedimos cuatro botellas de “chicha”. Para empezar, la “botella”, es en realidad un recipiente de Coca-cola de tres litros; las otras presentaciones son de un galón y un garrafón, de ésos donde se expende el agua purificada.
De los tres fabricantes del licor casero en El Amate, uno es el mejor y más caro; por cinco pesos más de costo sobre los otros dos, su “calidad” es alabada por la población interna con los más finos paladares. “Envasada”, como ya dije, en botellas plásticas de Coca-Cola de tres litros, cada “jumbo” tiene el nada pomposo ––pero en prisión, inalcanzable–– valor de 25 pesos.
Una frustración enorme: de sabor agrio-rancio, la bebida no me causó ninguna gracia, pero aún así y a pesar de las advertencias que al otro día tendría una jornada terrorífica por la resaca, convivimos hasta la madrugada.
Un escándalo nos sacó de las briagas meditaciones y charlas de libertad. Gritos, golpes, amenazas e insultos se escucharon a través de las rejas. Nos asomamos y el espectáculo era dantesco: mujeres semidesnudas y con evidentes arañazos, eran conducidas a empujones por el pasillo directo a las celdas de castigo.
Corrimos escaleras abajo para observar el paso de las penitentes y, prudentes, no hicimos preguntas ante el riesgo que notaran nuestro estado y nos condujeran también a la temible celda. Las mujeres eran “castigadas” por haberse embriagado y “armar escándalos”.
Al otro día, otros reos que asistieron a la fiesta me relataron que el castigo se debió a que un funcionario del penal intentó llevarse a una de las prisioneras y sus compañeras lo habían evitado. Eran Celia y sus amigas.
—Si por haber echado trago las castigaron, nos hubieran llevado a todos porque todos andábamos hasta la madre de pedos —dijo uno que aseguró oír a una de las internas infligidas, quejarse que un servidor público amenazó a una de ellas con mandarla a la celda de castigo si no tenía sexo con él.
Se lo cumplió y de paso, a otras internas que intentaron salvar a su compañera de un suplicio inaceptable.

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