El Byron


Prometí dar nombres y apellidos, pero por prudencia, los reservo para proteger a los protagonistas, cuyas sentencias son ya, una pesada carga para ellos. Cambiaré, por tanto, sus nombres. Eran dos jóvenes que al principio, lo confieso, me dieron miedo. Tatuajes por todos lados de su cuerpo y un lenguaje aterrorizante. Rebasaban, por mucho, lo vulgar. Uno de ellos, reservado, como un hombre maduro, indispuesto a trabar conversación con nadie. Eso sí, amable, caballeroso, pero disparaba amenazas apenas le llegaba la oportunidad.
El otro, un desmadre completo. Le valía un sorbete contar su historia. “Mire jefe —me dijo una noche— yo estoy capacitado para matar a todos ustedes, estoy loco, pero no lo hago porque me dan lástima”.
Me dejó pensando. Conozco la forma de vida y actitudes de los “Maras Salvatruchas” y ello me dio la completa percepción que cualquier día, amanecería descuartizado. Las lágrimas tatuadas en su rostro, me aseguraron que eran tipos de tomar muy en cuenta. Y no contrariarlos. Cuando fui llevado al área de máxima peligrosidad, supe que corría un grave peligro. Ellos eran prácticamente, los dueños de lugar… Creí.
Las sospechas que desde el inicio de la persecución pablista teníamos, empezaban a tomar forma. Temíamos que la intención de cambiarme de área, era que ahí me matasen, justificando la agresividad y peligrosidad de los reos. Un sentenciado por robo a bancos me lo confirmó ahí mismo, una de tantas tardes interminables tertulias:
—Teníamos la instrucción que a la primer pendejada que hicieras, te hiciéramos mierda —me dijo sin la menor demostración de emociones—.
—¿Cuál sería una “pendejada” digna de ser tomada en cuenta para agredirme?
—Cualquiera. Talvez tu forma de hablar hubiera sido suficiente…
—¿Por qué no ha sucedido?
—Talvez por suerte. Pero sobre todo, porque hubo contraorden. Por eso, de cualquier forma, trata de no meterte en pedos. No les des motivos.
En el fondo, tuve la sensación que en realidad, lo que me estaba salvando el pellejo eran las constantes aportaciones económicas que hacía al área. Decenas de colegas, amigos, familiares y compañeros, contribuyeron a mi seguridad. Incluso, otros presos políticos como Librado de la Torre y Conrado de la Cruz Morales, dieron todo de sí para evitar que ahí me agredieran.
Byron, uno de los mareros sentenciados por delitos graves, no tenía empacho en contar su historia; habían asaltado una tienda de ropa en Tapachula; el botín era considerable: 100 mil pesos, según sus cálculos. Pero la ambición y vanidad, atrapó a su esposa, participante en el asalto. Se detuvo a escoger unas blusas para agregarlas al saldo del robo. Un guardia del establecimiento, reaccionó y realizó varios disparos, atinando en una pierna de su mujer. Ella no podía seguir con la huída y él, Byron, accionó su arma y le dio un tiro en la cabeza… “Para no dejar testigos” ––dijo con tal frialdad que parecía estar él, contando una fantasía y yo, oyendo una mentira.
Una revisión posterior a su expediente penal, lo confirmó todo. Su hijita de dos años y medio, constantemente preguntaba por su madre. Ello lo martirizó de tal forma que una noche, indagó la dirección del policía que hirió a su pareja, fue a buscarle y le esperó dentro de su casa hasta que llegó. Para entonces, ya tenía a la esposa y los tres hijos del policía amordazados.
—Cuando llegó el bato, le apunté a la cabeza y lo obligué a arrodillarse; lo hice que viera cómo mataba a su mujer y sus hijos. Después lo maté a él. Pero el culero que iba conmigo, se rajó y tuve qué huir unos días. Me fui a Guatemala, pero tenía que vengarme del pendejo que me traicionó —contaba una y otra vez frente a todos los del área, que ya conocían su historia. —¿Qué le hiciste a quien te traicionó?
—Me lo chingué. Lo llevé con engaños a un río de Tapachula y ahí lo maté a pedradas, luego lo rematé de dos tiros en la cabeza. Pero ese cabrón también llevaba “cuete” y me pegó un balazo en la pierna. No alcancé a irme; me agarró la policía y por eso estoy aquí.
—¿Cómo es la vida dentro de una mara?
—Mire jefe, vaya dejando sus ansias de conocer nuestros códigos por un lado; muchos lo han intentado y no han podido meterse a las tripas de la organización. Y quienes han descifrado una que otra cosita sin importancia, han acabado destazados en alaguna parte.
—¿Por qué tanta secrecía?
—Son simples códigos. Como los que hay en cada familia, en cada empresa. Tenemos códigos de ética, aunque no me lo crea. Así como me ve, no soy ningún pendejo. Soy estudiado, conozco la universidad. Pero le puedo repetir lo que otros han dicho sobre nosotros, solo que conmigo, con conocimiento de causa. No es, como dicen, un estudio “antropológico” de las maras ¡A chingar a sus madres! Solo vean la pobreza y miseria donde estamos, no necesitan escarbar debajo de la tierra para saber por qué somos lo que so-mes.
—No es mi intención develar secretos celosamente guardados por ustedes; conozco parte de la vida íntima de las pandillas, su origen, desenvolvimiento y expansión. Como muchos, no puedo compartir sus formas de lucha, pero respeto su existencia porque queramos ó no, son la prueba irrefutable que como sociedad, tenemos capacidad para procrear monstruos pero no la tenemos para convivir con ellos, para aceptarlos, siquiera. El comentario, sin habérmelo propuesto, me granjeó su confianza. De hecho, en anteriores conversaciones, me había prevenido en el sentido de hablar sin rodeos ni engaños.
—¿Ve las lágrimas que tengo en el rostro?
—Sí, y sé de qué se trata. Aunque algunos portan el tatuaje de la lágrima solo para imponer miedo…
—Pues no es el león como lo pintan. Una lágrima tatuada es por haber matado a una gente muy querida. Yo maté a mi hermana por soplona. Pero las otras lágrimas son por haber exterminado a un grupo rival.
—¿Solo de un grupo?
—Mire las maras, son muy extensas. Variadas. Tienen células. Tienen presencia en escuelas primarias, secundarias, universidades. La “13” y la “18”, son las más fuertes, las más mentadas; tenemos rivalidad, no por sanguinarias, sino por ideologías y por territorios. Tenemos ideas, no se le olvide. Surgimos para defendernos, no para atacar. Somos el gusano que se come la parte prohibida de la fruta. Por eso tenemos seguidores, porque los chavos están hasta la madre de gobiernos autoritarios que no se preocupan por sacar a la gente de la pobreza. En el fondo, nuestra lucha es para que nuestra familia no siga siendo el taco de la escopeta.
—Te entiendo, pero, ¿es la violencia la única forma de subsistir?
—Cuando no hay alternativas, sí jefe. ¿Cuándo ha visto usted que un jodido presidente de Centro América se siente con los líderes de las maras a buscar soluciones? Para que tengamos una vida digna, solo hay una cosa: la rebeldía. La sumisión no es la vía para salir de la pobreza. Nosotros somos rebeldes por naturaleza. Crecimos entre guerras. Solo sabemos de violencia, es nuestra única forma de expresión, como ustedes le llaman. A nosotros, por ser pobres, nos acusaban de guerrilleros y nos mataban. Decidimos que la guerrilla era nuestra fortaleza. Pero los guerrilleros también nos mataban. Y surgimos como alternativa para la sobrevivencia.
—Pero, ¿vale la pena morir por poco ó, a veces, por nada?
—Es mejor a vivir bajo sumisión, bajo opresión. Se está más muerto callados que levantados. Si matamos es para vivir. ¡Y estamos vivos! Y son los vivos los que componen o descomponen al mundo.
—Insisto en por qué el exceso de violencia; por qué matarse entre sí, entre maras, por un territorio…
—¿Qué dirían los periódicos si no hay muertos? Las noticias mantienen a la población en alerta.
—¡Eso es absurdo!
—¡Sí, lo es! Pero por desgracia, es la única forma para que sepan que ahí estamos, con nuestras miserias, con nuestra hambre, con nuestra necesidad…
—Pero hay otras maneras de expresarse.
—¿Y usted cree que si nos organizamos para una carrera para recaudar fondos para una escuela el gobierno nos va a apoyar? ¡Madres! ¿Cree que los políticos nos van a dar empleo si decimos que queremos trabajar? ¿Les cree cuando hablan de la buena salud del pueblo cuando la mitad de la gente está muriéndose en el piso de un hospital mugriento? Con decirle que en nuestros países no nos dan empleo si tenemos un tatuaje.
—Francamente, tienes razón. Pero, ¿por qué la saña para asesinar?
—Mire usted ahí hay dos cosas: una, que es vista al interior de las maras, como una forma de ganarse el respeto; cada mara se gana su propio respeto. Usted se gana su respeto por lo que escribe y cómo lo escribe. Los doctores se ganan el respeto por cómo hacen su trabajo. Pues nosotros nos ganamos el respeto con violencia y entre más sanguinarios, más respeto tenemos. —¿Y la otra cosa?
—Que casi todos andamos chemos. Uno drogado, hace cualquier pendejada; se exalta con facilidad y pues, no hay quién lo frene.
—¿Qué me dices de las víctimas inocentes?
—Estaban en el lugar equivocado.
—Pero si a mí me asalta un mara y no llevo nada encima, me mata por el solo hecho de no tener una moneda, un billete.
—Nunca hay qué salir a la calle sin paga. Eso le puede salvar la vida.
—¿Dónde encaja entonces, la filosofía de la que veo que haces gala?
—En el resultado de lo que le ocurra, si sale vivo, es usted inteligente; si sale herido o muerto, es usted un perfecto pendejo.
—¿Qué me cuentas del rito de las “iniciaciones”? ¿Es un mito?
—¿Usted sería capaz de matar a su propia madre sólo para demostrar su valentía? No lo creo. Hay retos, pero con los rivales, no con la familia. Eso sucedía con los lempas, los atlacatl’s y los kahibiles. Si no compartimos ideales con los ejércitos, no vamos a seguir ejemplos que a nosotros nos parecían salvajes. No somos salvajes.
—Pero me dijiste que mataste a tu hermana…
—Por traidora. Se pasó a otro bando y era mi deber corregirla.
—Con salvajismo, sin duda. No te entiendo. ¿Y las lágrimas tatuadas?
—Tienen su origen y significado, pero no se lo voy a decir. Es parte de nuestro código de silencio, de protección. Solo le digo que es un simbolismo de mucho respeto entre nosotros, seamos de la mara que seamos.
—Luego entonces, ¿por qué el odio entre la 18 y la 13, por ejemplo?
—No es odio. Son formas de lucha incompatibles.
—¿Quiénes son más violentos y quiénes más chingones?
—Todos. No hay forma de medir la capacidad de cada quién.
—¿Y si se unieran para formar un conglomerado unitario para alcanzar metas comunes?
—¡Imposible! Sería como esperar a que Dios y el diablo se unieran. Nosotros solo somos soldados dispuestos a luchar siempre.
—¿Una forma de esclavitud? ¿De entrega absoluta?
—¡Chingue a su madre! ¡No somos esclavos! Somos luchadores sociales.
—Debo insistir: ¿por qué la violencia?
—¿Ha visto como nos tratan las autoridades? Solo nos defendemos.
—De acuerdo, pero un padre de familia, va con sus hijitas a la escuela primaria, lo asaltan, matan a sus niñas y le dejan herido, di-me, ¿cuál es la diferencia entre “defensa” y “ataque doloso”?
—Ya le dije que son víctimas colaterales.
—O sea, de ustedes, nadie se salva.
—Algo así. Solo queremos que nos escuchen.
—¿A balazos?
—Todos los balazos se escuchan en todas partes y dejan mensajes claros.
—Advierto que eres gente de poca fianza. Es decir, desconfías de todo y de todos.
—No se crea. Aquí en la cárcel, se aprende de todo. Lo que le he dicho es “filosofía”, es una realidad que no se puede ocultar.
—¿Cómo, teniendo estudios, los jóvenes se enrolan en pandillas?
—Por falta de oportunidades; se sale de la universidad y lo que se encuentra es empleos poco remunerados ¡quieren que uno trabaje de regalado! Ó sencillamente, no encuentra dónde trabajar. La única alternativa que nos dejan es delinquir. ¿Usted conoce El Salvador?
—Sí, claro.
—Se habrá dado cuenta las barracas donde vive la gente, especialmente en las orillas de las ciudades. No hay trabajo, no hay comida. Y el hambre, es un consejero muy cabrón. Y a eso agréguele la violencia que las autoridades ejercen sobre los pobres. A mi padre lo mataron los policías porque lo acusaban de un asalto. Me quedé huérfano a los ocho años y mi hermanita menor, apenas había cumplido 2 años. Crecimos en medio de la pobreza y la violencia de la guerrilla y la guerra contra las maras. No tuve otra opción que defenderme; primero era solo eso: correr a los policías de los barrios pobres y después, desafiarlos cometiendo delitos en sus narices.
—¿Y tu familia dónde radica actualmente?
—No tengo la menor idea; a mi hermanita hace muchos años que no la veo; mire, aquí tengo una foto de ella; aquí tenía 5 años; ahora debe tener como 25. De mi madre lo último que supe es que se juntó con un compa que le pegaba; cuando salga de aquí, lo voy a buscar y le juro que lo mato.
—¿Cómo es tu vida aquí, dentro de la cárcel?
—Ya me acostumbre; en la vida uno debe aprender a salir adelante; ya lo dice una canción: “Si la vida te da limones, aprende a hacer limonadas”. Y eso hago: limonadas para no perder de vista la libertad.
—¿Crees salir algún día de aquí?
—Nadie se queda para siempre en una cárcel, a menos que construyan un cementerio dentro de las prisiones. Muerto, pero se sale. De todas formas, hay liberación. Además, aquí se consigue de todo, hasta mejor que estando allá afuera. Mujeres, droga, alcohol, armas ¡todo, jefe, todo! Hasta oportunidades para escapar.
—¿Has intentado alguna vez escapar?
—Tres veces; cuando estuve en el penal de Tapachula, dos veces y una en el penal de Tonalá. Aquí es muy difícil; es más seguro éste penal. Es que la idea de ser libre no se muere nunca, aún cuando se esté atado a mil cadenas de por vida. El otro miembro de la mara, solo asiente a cada frase de su compañero. Se niega a hablar del tema y sugiere que si quiero saber las razones de su encarcelamiento, que revise su expediente penal.
—Se va a cagar cuando lo lea; y si se lo cuento yo, no me lo va a creer —dice entre carcajadas.
—Pero te ves más tranquilo que tu compañero…
—Nunca se deje llevar por las apariencias. Y además, aquí se vive al día ¿para qué presumir aquí lo que se hizo allá afuera? Aquí todos somos iguales, todos somos valientes ó cobardes.
Curiosamente, estos dos jóvenes, poco a poco se fueron convirtiendo en mis guardaespaldas dentro de la prisión. Las tardes que las autoridades penitenciarias autorizaban mi salida a los campos de deportes en el penal femenil, ellos me cuidaban a cada paso. El resto de internos de las áreas “Rosa” y “Celeste”, se unían al círculo de protección que sin querer, se fue montando conforme se acercaba el fin del régimen pablista.

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