La COC 72


Al guardia que da entrada a la prisión, apenas se le entendían las instrucciones detrás del pasamontañas y el pañuelo que le cubría la boca.
—¡Identifíquese! —ordeno al líder del grupo encargado de llevarme a El Amate.
La tablilla en sus manos, temblaba de tal manera que por momentos parecía caer de sus manos. El intenso frío de esa madrugada calaba hasta los huesos y los agentes policiales se impacientaban ante la lentitud del gendarme que hubo de ser auxiliado por otro que me recordó a los zapatistas: Pasamontañas, pañuelo al cuello, chamarra gruesa, pantalones entre las botas y el fusil sobre la espalda.
—Pendejo, todo lo tengo qué hacer yo —le recriminó.
Uno de los elementos de la AEI , trato de apresurar al guardia pero éste se volteó y lo dejó hablando solo.
—Pendejos ignorantes, por eso se meten a trabajar de policías — comentó al resto de sus compinches.
Me reí en silencio. Me pareció estúpido que denostase a uno de los suyos pues, al fin de cuentas, él también podía tener un motivo igual para ingresar a las fuerzas “del orden” y quizá, peor que el guardia penitenciario. En México, es común que los policías gocen del peor de los coeficientes mentales.
La oscuridad complicó los trámites de ingreso. Mi apellido peor. Sobre la carretera a la Costa, dos vehículos se estacionaron y permanecieron ahí hasta que nos alejamos hacía la segunda aduana del Penal, la entrada a la temible área de “observación e ingreso”.
—Ya lo estábamos esperando desde anoche —dijo el alcaide en turno mientras se limpiaba las lagañas de los ojos.
—Nos avisaron que llegaría desde ayer en la tarde y mire a la hora que nos lo traen —agregó con tono de enfado.
Sonreí y esperé que custodios carcelarios y agentes judiciales se pusieran de acuerdo en un asunto que al parecer no tenían previsto: el juzgado estaba cerrado; los jueces estaban de vacaciones, pues se había decretado un puente vacacional que terminaba hasta el martes 7 de febrero.
—Y si acaso hubiera guardia, sin duda están dormidos — argumentaron los celadores.
—El problema es que si no entregamos la consignación, se van a pasar las 74 horas que tiene éste cabrón para estar detenido —caviló uno de los agentes de la AEI.
—Es su bronca, jefe. Yo lo recibo, ustedes verán qué hacen —dijo el alcaide.
Finalmente determinaron que si no había juzgado abierto, entregarían la documentación de la detención, “hasta que abran”.
— De todas manera vamos a esperar afuera —anuncio el encargado del grupo de traslado cuando se dio cuenta que yo seguía ahí, detrás del mostrador.
Amables, los dos agentes se despidieron con un “buena suerte” y uno de ellos agregó: “Ojala no se encabrone con nosotros; solo cumplimos órdenes que a veces no quisiéramos por qué sabemos el desmadre allá adentro”. Uno de ellos, cordial, se acercó y tendió un fajo de billetes frente a mí.
—Es para usted, para que pague su “fajina” y otras necesidades ahí dentro —dijo con tal solemnidad que estuve a punto de creerle.
—No gracias. Traigo suficiente dinero en la bolsa —le dije en tono ofendido.
—Ahí se lo van a robar; el mismo alcaide se lo va a transar…
—Igual sucederá con lo que me pudieras dar; guárdatelo y dile a tu jefe que se lo meta por donde mejor le quepa —repliqué riendo—. También río.
Un hombre con rasgos asiáticos, alto, de corte militar, me pidió pasar a una “oficina”. Era un cuarto de cuatro por cuatro lleno de ropa utilizada por otros reos a quienes debían poner a tono con el color del equipo de fútbol favorito de Pablo, objetos diversos de uso personal y uniformes. Grandes fardos de ropa amontonados por todas partes, un pupitre de escuela y una silla era todo lo que había en calidad de muebles. El hombre empezó a buscar algo entre otras bolsas y sacó una camiseta y un pantalón beige aparentemente nuevos.
—Quítese la ropa y se pone este uniforme —ordenó y soltó varias maldiciones porque no encontraba una libreta de apuntes. Me recomendó que tratara de no olvidar la bolsa donde quedaría mi ropa y me pidió que le escuchara muy atentamente. Me senté en el pupitre.
—Aquí las cosas están de la chingada —empezó diciendo.
—Hay buenos y malos. Si tú —“bueno, si usted”, recompuso, —no se mete con nadie, nadie lo va a molestar; si le piden dinero o que le regale sus zapatos o su chamarra avísele a los chavos de las custodias internas que también son presos. Si no quiere hacer talacha, se pone de acuerdo con los de la celda cuánta lana le va a dar. Pregunte por el líder del módulo y con él pacta.
—¿Cuánto dinero trae?
—Cincuenta y cuatro pesos —le respondí. Celebré que en el momento de la detención se me hubiera ocurrido entregarle el resto del dinero que traía a Alfonso Carbonell. Por cualquier cosa, solo dejé esa cantidad de dinero en mi bolsillo y algunos documentos personales ¡que me los robaron los mismos policías penitenciarios!
—¡Híjole! Es muy poco para lo que va necesitar allá adentro. De todas formas démelo; yo me voy a encargar de dárselo al jefe de la “Mara Salvatrucha” para que no lo molesten. Le dije que aquí hay buenos y hay malos. Los malos son los “Maras”; son unos hijos de la chingada. Les voy a dar este dinero para que no lo molesten y este tranquilo. El líder de los buenos, es otro asunto. Él se esperará hasta que su familia le traiga dinero para pagarle la talacha si es que quiere pagarla —dijo en tono casi angelical.
—¿Si no pudiera o no quisiera pagarla, cuál sería el problema?
—Tendrá qué lavar la ropa de todos los presos, limpiar los baños, barrer, sacar la basura, cocinar… Y ser golpeado sin misericordia hasta que pague. En el área a dónde lo voy a dejar, hay secuestradores, asaltantes de bancos y violadores. Corre mucho riesgo. Lo más seguro es que lo violen si no paga la cantidad que le pidan.
—No es mi problema —le dije y agregué en son de broma—: Tengo SIDA y ellos sabrán si se arriesgan—. El guardia soltó una carcajada.
—Ojalá viniera de verdad uno enfermo de SIDA para que se les quite la maña de violar a los pobres que no pagan fajina —comentó. Quise quedarme con mis documentos y mi cinturón, pero me lo impidió.
—Eso se queda aquí con su ropa. No le va a pasar nada —prometió.
—Ahí están todos mis documentos oficiales…
—No hay problema, el gobernador ya dio las instrucciones necesarias para su caso.
—¿El gobernador? Ya imagino qué “instrucciones”. ¿A ti?
El día que salí de la prisión, se me entregó la bolsa donde quedó mi ropa. Varios días después descubrí que no iba el cinturón ni mis documentos. Traté de recuperarlos y nadie, absolutamente nadie, me dio razón de tales objetos.
Años después, un funcionario del Registro Civil, me constató que la orden del entonces gobernador era desaparecer todos mis documentos.
—Te quería desaparecer, ¿Cuál era su odio contra ti, pues? — preguntó.
Nunca lo supe. Algunos defensores de los derechos humanos, me dijeron que en sus alegatos con el exdictador, éste nunca explicó las razones por el exacerbado odio hacia los periodistas. ¡El hombre de verdad estaba loco! El odio y la necesidad de abusar sin ser reconvenido es quizá, la única razón por la que se ensañó de tal manera con los periodistas críticos.
Ya uniformado, me condujeron al módulo conocido como Centro de Observación Carcelario más conocido en El Amate como “La COC 72”, en virtud que, teóricamente, ahí están los internos por 72 horas. Hay quienes llevan años ahí, aún cuando ya han sido sentenciados por delitos graves.
Al abrirse la celda, el interno que estaba en la puerta, se quedó sorprendido al verme.

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