La Señora Armendáriz


La señora Armendáriz pisa por segunda ocasión éste penal; su delito —cuenta con voz apagada— es haber golpeado el carro de un sujeto que, a tres meses del incidente, no se ha presentado a declarar para dilucidar el asunto y lo peor, jamás ratificó su denuncia, como obliga el Código Penal de Chiapas. La única información que posee de su acusador es que, en el momento del accidente, éste fungía como funcionario del gobierno municipal de Tuxtla Gutiérrez, lo que sin duda, influyó para que fuera recluida sin una sola acusación formal en su contra.
—No sé con qué golpeé el carro porque no llevaba más que una bolsa de plástico con verduras y frutas —dice mientras sorbe café y cuida que nadie más escuche la conversación.
—¿Iba usted manejando?
—¡No, qué va! Iba a pie; la golpeada fui yo. El carro estaba estacionado, gracias a Dios que si no, ¡me mata!
Cuando volvió en sí del golpe —asegura—, estaba siendo transportada sobre la góndola de una patrulla policial, sin más explicación que una bofetada y una cadena de imprecaciones por haber ensuciado el uniforme de uno los gendarmes: lo había vomitado. Sobre la ceja izquierda, una pequeña cicatriz confirma su dicho, aunque los policías alegaron que la herida se la hizo al caer sobre el auto aparentemente averiado.
Las manos de la señora Armendáriz delatan nerviosismo extremo; sus dedos retorcidos acusan un acentuado reumatismo pero aún así, se los truena constantemente durante la plática.
—Padezco de ataques epilépticos —afirma y advierte:—Si me da un ataque, no se vaya a espantar porque de veras, me pongo muy mal; de la celda me han sacado casi muerta. ¡Malditos ataques, por eso estoy aquí!
—A ver, señora, ¿Está usted aquí porque sufre de ataques epilépticos?
—Sí; mirálo: el día que me detuvieron, fui al mercado a comprar unas mis cositas para comer. Pero para mi desgracia, me dio un ataque en plena calle y que me caigo sobre el carro que estaba estacionado frente al mercado. Me golpeé en la cabeza y me quedé inconsciente; cuando me dan ataques tiemblo y vomito espuma… Y a veces, me hago popó.
—Obviamente, usted no supo si golpeó algún automóvil…
—No; para nada. Quedé sin sentido. Dicen que se apachó el cofre y por eso me demandaron por daños en propiedad ajena. Así está en mi expediente. ¡Ah!, y por resistencia a las autoridad y homicidio en grado de tentativa.
—¿Homicidio en grado de tentativa?
—Que porque empujé a un policía y se cayó de la camioneta.
—¿Recuerda haberlo hecho?
—No lo empujé; me estaba convulsionando. A menos que haya sido cuando estaba pataleando por el ataque.
—Pero eso no es ningún delito, menos una acción intencional — intenté explicarme en voz alta.
De la primera vez que fue hecha prisionera, la señora Armendáriz poco recuerda. La gente que la acusó entonces, alegó que estaba loca y, “previendo algún acto violento”, la enviaron a la cárcel, con la complicidad de un Agente del Ministerio Público y un juez que, sin miramiento alguno, la sentenciaron por más de dos años sin haber cometido una sola falta.
Hoy, de nuevo se ha acomodado entre el resto de internas y se ha convertido en todo un personaje, a pesar de su mirada triste y los sustos que da a sus compañeras de módulo cuando le sobreviene un ataque. Como la primera vez, ahora tampoco tiene un acusador formal o por lo menos, es lo que imagina porque, desde su ingreso, no la han llamado más que una vez para notificarle el auto de formal prisión. Solo sabe que la acusan de daños a un vehículo particular —causados con su cabeza al caer— al que además, ensució con la espuma de su boca.
Con las manos temblorosas, se lleva el último sorbo de café a los labios y suelta una maldición a su acusador. “Si yo tuviera una hermana o un hermano, si yo tuviera un hijo que me defendiera, no estaría aquí”, dice mientras busca la puerta de salida del comedor colectivo de la prisión.
Por las tardes, la veo sentada en cualquier montículo de tierra; tengo la sospecha que come tierra porque cuando se aleja, deja pequeños agujeros. Una mañana me atreví a preguntar en los juzgados sobre el expediente de aquella mujer menudita y tan delgada que parecía estar dispuesta a quebrarse en cualquier momento.
—Es una flojera buscar expedientes; si quiere que lo busquen, tiene qué pagarle al bodeguero ó al archivista. Y tiene qué presentar una copia de su título de abogado junto a una carta de su defendida en la que lo nombra su defensor —me dijo una empleada malencarada al otro lado de la rejilla prácticas.
—Señorita, a usted le pagan para atender a los ciudadanos, ¿no?
—Pero me paga el Gobierno, no usted; así que deje de estar chingando y lárguese a comer mierda a otro lado —me respondió dándose media vuelta hacia un cubículo donde le esperaba una charola llena de tacos.
La señora Armendáriz es cada vez más cuidadosa con sus asuntos. Aunque trata de ser hacendosa y colaboradora con el resto de internas, muy pocas le confían tareas de cocina, debido a sus cada vez más constantes ataques. Una interna se quejó de haber perdido una olla de frijoles cuando le encargó a la señora Armendáriz, pasarla de la desvencijada estufa a una mesa, le sobrevino un ataque y los frijoles fueron a parar al suelo.
A ella, nadie la visita; nadie se interesa por ella. Cuatro años después, a principios del año 2010, una interna recién salida de El Amate, me contó que la señora, sigue presa, sin que los jueces hayan revisado aún su caso. “A éstas alturas, ya está totalmente desquiciada; habla sola y de vez en vez, anda desnuda”, supe. Su caso es el típico resultado de la negligencia y el abuso de los trabajadores del Poder Judicial, quienes dedican más tiempo a otras cosas, menos a impartir justicia.

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