Doña María


Cuando vio caer la vieja puerta de madera y aparecieron sobre el disimulado quicio varios hombres fuertemente armados, doña María recordaría aquella madrugada del 1 de enero de 1994, en que cientos de campesinos zapatistas declararon la guerra al gobierno de Carlos Salinas de Gortari. En medio del caos, ella logró ponerse a salvo en la Iglesia y ahí permaneció hasta que el Ejército recuperó las calles de Ocosingo —muchos días después—, cuando los cadáveres de improvisados insurgentes y soldados oficiales, invadían con fétidos olores el ambiente.
Con los recuerdos alborotados, doña María sintió la bota de uno de los hombres que tomaron por asalto su casa. Poco a poco se fue acostumbrado a la fuerza que ésta ejercía sobre su rostro que salía del montón de tierra y cenizas mojadas, en un rincón de la choza que servía de cocina. Apenas podía respirar y no tuvo tiempo de llorar y mucho menos, pedir una explicación.
—“Me van a matar estos desgraciados” —pensó mientras clamaba a Dios por sus hijos, cuyo paradero cierto desconocía desde hacía años.
Los invasores no dejaban de proferir maledicencias que ella ignoró, ya por el agudo dolor, ya por la evocación de sus hijos. Además, porque apenas entendía el español y no podía deducir de lo que la acusaban entre gritos y amenazas. De su hijo mayor solo recordaba el nombre y el momento en que abandonó su casa para ir a buscar fortuna fuera de Ocosingo, rumbo al norte del País, de donde nunca regresó.
Sobre una vieja mesa de madera, la bola de masa para el posol, era revisada minuciosamente por los desconocidos que hasta ese momento, no habían presentado ninguna orden de cateo, ni de aprehensión. De hecho, doña María ignoraba que éste procedimiento debía cumplirse y que como ciudadana, tenía derechos constitucionales, los cuales son letra muerta en cada detención que se lleva a cabo.
— “Ó nos entregas la droga ó te mueres pinche viejita cabrona”, —cuenta que le gritó amenazante el que parecía llevar el mando del pelotón de agentes judiciales, que hasta ese momento, no se habían identificado.
—No sé del droga, no tengo el droga ni sé qué es el drogas; buscálo bien mi casa, no lo tengo nada del droga —respondió entre ahogos la anciana, que por esos días acababa de cumplir 63 años.
El hombre que la mantenía sujeta al suelo, dejó caer el peso de su cuerpo sobre la cabeza de aquella indígena y aplicó con la bota, una especie de torniquete sobre sus mejillas. Un apagado gemido se escuchó desde la tierra. Luego, las convulsiones obligaron al policía a quitar la presión sobre la cabeza de doña María, que yacía agónica. De su boca brotó sangre que se fundió con la tierra. Sus grises trenzas de cabello, sirvieron de sujetador a otro policía que la arrastró algunos metros, al pie de un viejo ropero. Su cabeza acusó un penetrante dolor cuando topó con una de las gastadas puertas que se desprendió parcialmente con el golpe. Un hilillo de sangre apareció sobre sus sienes.
—De nada te va a servir hacerte la muertita, ¡¿eh?! — gritó el jefe del grupo, mientras asestaba una patada al costado de la aturdida mujer. En posición fetal, la anciana recibió patadas y culatazos que le hicieron sangrar por todas partes; sus gritos se ahogaron en medio de la batahola de los hombres, quienes exigían que entregase los paquetes de droga que buscaban.
—¡A ver tu, quítale los calzones a “la tía” a ver si así se acuerda dónde escondió la droga! —ordenó el presunto jefe a un subalterno.
—¿A poco se la va “soplar”, jefe? —preguntó entre divertido y sorprendido el policía, al tiempo que dejaba caer un culatazo sobre la espalda de la mujer.
—¡Haz lo que te ordeno y no hagas preguntas estúpidas! — volvió a gruñir, mientras lanzaba al suelo las cosas que doña María guardaba en el viejo ropero. Para entonces, ella había perdido por completo la conciencia.
Varias horas después, ante una mesa del Ministerio Público Federal, doña María no alcanzaba a oír y mucho menos, entender lo que le preguntaba una mujer regordeta que acariciaba una pistola en su cintura. Sentado sobre una mesa, a unos centímetros de ella, el mismo hombre que la golpeara al mando de la “exitosa operación”, le sonreía amenazante. En la pared, la foto del Presidente Vicente Fox, con la banda presidencial parecía verla en son de burla; diplomas de reconocimiento a la labor de la policía y la foto del Gobernador Pablo Abner Salazar, adornaban la sombría sala. Una vieja grabadora reproducía canciones norteñas que revivieron añoranzas en la memoria de la cansada mujer. Tuvo la sensación que aquella música venía de muy lejos, quizá por los oídos cargados de sangre coagulada y tierra.
A su mente vino el recuerdo de su padre, indígena honrado que murió de pulmonía muchos años atrás. Una tarde en que la neblina cubría las viejas casas de madera de una remota comunidad en la Selva Lacandona, la sombra de su padre apareció de pronto en el umbral de la puerta como un fantasma. Llevaba la cara ensangrentada, la ropa hecha jirones y heridas graves en todo el cuerpo.
Su patrón, un rico hacendado de la región, le había golpeado con una varilla de hierro, encolerizado por que el indígena le reclamó que el salario por los días de duro trabajo, no estaba completo. Como castigo adicional el caporal ordenó que le quitaran el resto del jornal que le había entregado. Desde entonces, su padre decidió escapar, junto con su familia, a Ocosingo donde doña María se casó y tuvo sus hijos.
—Ya se la llevó la chingada, señora. Encontramos ésta droga en su casa y como usted sabe, es un delito grave —le dijo el policía, acercándose a ella para darle una bofetada. Del golpe, cayó al suelo con todo y la silla donde la tenían esposada.
—No tengo droga en mi casa; yo vendo posol, no sé qué es eso del drogas —trató de defenderse, de nuevo sobre la silla.
—A mi no me venga con pendejadas, viejita cabrona; usted vende droga, envenena a nuestra juventud. Pero mire, voy a ser bueno con usted. Se la voy a poner fácil: usted me firma ésta declaración y asunto arreglado.
—Pero no lo sé firmar, no lo sé leer ni escrebir —dijo con la voz apagada, hundiendo cada vez más la quijada sobre su huesudo pecho.
—¡Ah! ¿No? ¿¡No sabe firmar viejita de mierda!? —bufó el comandante, al tiempo que soltó un manotazo sobre la oreja izquierda de doña María quien cayó, otra vez, bruscamente al piso.
La anciana sintió que todo le dio vueltas. Trató de abrir los ojos pero pensó que en ese momento, la muerte sería más dulce que cualquier otra cosa. No hizo el intento de levantarse y se dejó llevar por el dolor, buscando el momento del desenlace final. Rogó a la muerte que se acordase de ella.
—¡Levántenla! —ordenó furibundo el mismo sujeto que la golpeó.
Tomada de los brazos, otro policía le golpeó el estómago, obligándola a doblarse sobre sus rodillas. Un helado viento le llegó al rostro y sintió cómo, lentamente, ante sus ojos apareció una profunda oscuridad. Sintió una sensación de miedo y de alegría al mismo tiempo y se negó a gritar. Sus esfínteres cedieron y un olor nauseabundo ahogó aquella oficina. Un nuevo golpe, ahora en la oreja derecha, la dejó inconsciente por largo rato. Los policías salieron indignados y ordenaron que los encargados de limpieza, limpiaran el piso. Doña María vio en su inconsciencia a los hijos lejanos.
Uno de ellos, Damián, le dio un beso en la frente y le tomó de la mano. Caminaron en silencio por la vereda de un río de agua cristalina. En la otra orilla, la familia de Damián esperaba; una familia nueva que ella no conocía. Se alejaron de ella famélicamente, como llevados por un viento suave. Les gritó que no la dejasen sola, pero ya no estaban. Ya no le escucharon. Una profunda soledad le congeló el alma y deseó de nuevo, morir.
Sintió dolor y frío. Los encargados de la limpieza de la Agencia del Ministerio Público, le habían bañado a cubetazos de agua fría, con la ropa puesta. Dos sombras se acercaron y murmuraron entre sí; eran los policías. De nuevo volvió a sentir un frío intenso y se supo empapada. De sus orejas, nariz y boca, la sangre manaba hasta la blusa que alguna vez fue blanca. No escuchaba a las sombras, solo veía que hacían gestos amenazantes. Una de las sombras le escupió el rostro. Ella no se movió. Quiso limpiarse pero sintió las manos atadas a la espalda; trato de separar las manos para implorar piedad, pero un agudo dolor se lo impidió. Una de las sombras metió en sus oídos algo que la hizo estremecerse de dolor. Sus ojos seguían entre abiertos, sin alcanzar a distinguir con claridad a sus ejecutores.
—¿Lo ve señora? ¿¡Me escucha!? —le grito la mujer que estaba sentada frente a una máquina de escribir. Apenas escucho y asintió con la cabeza.
—Va firmar o estos cabrones le van hacer la vida de cuadritos, le van a partir la madre; yo también tengo una madre y no me gustaría que le hicieran lo que le están haciendo —le dijo sin ninguna convicción.
—No sé yo; no tengo el drogas que dicen, no sé nada, no sé de qué me lo acusan… ¿Dónde estoy? —preguntó arrastrando pesadamente cada palabra.
—Mire, señora, usted está metida en una broncota; los agentes encontraron droga en su casa y sus vecinos ya atestiguaron en contra suya. No tiene escapatoria, mejor firme esta declaración y se evita de problemas —insistió la mujer con tono de falsa afabilidad.
—¿Cuál droga?
—Ésta —dijo la agente policial mostrándole una bolsa de plástico. La tenía usted escondida entre la masa del posol; firme su declaración, no le cuesta nada, no se complique la vida —le explicó con una sonrisa que a doña María le pareció siniestra.
—No lo sé firmar.
—Bueno, ponga nomás sus dedos en ésta almohadilla, los coloca sobre estos papeles y listo —dijo con fingida amabilidad la funcionaria. A su lado, los policías la veían divertidos.
—Es más, si pone sus dedos aquí se puede ir —mintió descaradamente.
—¿Me puedo ir a mi casa?
—Sí, hombre, sí; pero fírmele ya, porque esto urge —volvió a falsear.
—Sí abuelita —intervino otro policía. —Si no, la vamos a tener qué madrear otra vez y, la verdad, dudamos que aguante otra calentadita; en cambio, si firma, se va para su casa —volvió a insistir.
Poco a poco doña María se fue acostumbrando a su nueva “casa”. Altos muros por los cuatro costados; hombres y mujeres uniformados de negro y azul marino, rejas en cada puerta que le impedían hablar con otras personas: se encontró con su nueva realidad, una que jamás había soñado. Hasta ahí comprendió que aquella huella digital que plasmó en los papeles que le pusieron enfrente los policías, fueron suficientes para ser sentenciada sin haber cometido un delito.
Catalogada como “de alta peligrosidad” (para justificar los golpes y lesiones que presentó al momento de su ingreso al penal, la policía alegó que se había resistido al arresto y que había agredido a sus captores con “armas de alto poder destructivo”), su lento caminar denota resignación ante la crueldad de su destino. Pero más pareciera que enseña la ignominia de una “justicia” y unos “justicieros” que, sin piedad alguna, la mantienen confinada a una vida sin vida.
—De aquí voy a salir muerta —me dijo una tarde después de haber caminado la misma ruta que ha seguido todos los días desde que llegó al penal de El Amate.
—No tengo mis hijos, no sé dónde andan; a veces ni me acuerdo como son, se fueron muy jóvenes a México a buscar trabajo; a veces, escribían el carta que las leía mi vecina que sí sabe leer. La otra mi hija, se fue con su marido a Michoacán y tampoco lo ha regresado a verme. No sé dónde están —me dice con los ojos húmedos.
—Y su casa, doña María, ¿quién vive en su casa? —le pregunté.
—No lo sé… Se quedó solita, con mis pollos, mis chuchos, mis animalitos, pues. Dicen que el vecino ya lo agarró, pero no lo sé yo, no tengo ni familia que me visite, nadie me lo dice cómo están mis cositas. Como vivía sola, no tengo el pariente. Otros dicen que el licenciado ya lo vendió…
—¿Qué licenciado?
—El que me lo pusieron para defenderme. Pero ese ni ha venido; lo dicen que está en Tuxtla, otros lo dicen que está en el Cintalapa. No lo sé qué está pasando, por eso digo que de aquí, sola muerta me voy a salir. El licenciado ése, dicen que lo vendió mi tierrita para cobrar sus gastos.
Sus pequeños ojos grises pasean por los cerros que rodean el penal, como si le otorgasen, por lo menos, la sensación ilusoria de su libertad mutilada. A sus 65 años —poco más ó menos dos y medio después de la pesadilla que vivió durante su detención—, conserva la mirada profunda de una mujer bragada en una vida llena de dificultades. Su frente, surcada de arrugas, se contrae cuando ríe, la mayoría de las veces, fugazmente. Doña María no sabe si ha sido sentenciada o sigue bajo proceso.
Ni siquiera tuvo un traductor las pocas veces que fue llamada al juzgado para recibir notificaciones, pese a que la ley ordena que en el caso de los procesados indígenas, deba haber un abogado bilingüe y un traductor para asesorarles. Ahora habla un poco de español, idioma que aprendió en la cárcel.
—No lo sé que se hicieron el policías que me detuvieron; el juez lo dice que si ellos no lo declaran, no puedo salir del cárcel; dicen que se fueron para otra parte, que ya ni los conocen.
—O sea que sus acusadores son los mismos policías y ellos ya no están en Chiapas.
—Si pues, así mero pasó. ¿A dónde se irían?, no sé yo, pues. No lo quiere decir el juez, ni los quiere mandar a llamar. Son juntos, pues, como el yunta, juntos para hacer el mal.
Doña María es una mujer con la dignidad muy por encima de su recalcitrante pobreza dentro de la prisión. “Vos también sos preso, necesitás tu paga; yo ya ni dientes tengo para mascar chicles” —me dijo con una sonrisa que me supo a llanto, una tarde que le extendí un billete de cincuenta pesos para ayudarla a paliar su extrema pobreza—. Condenada a comer solo lo que en la cárcel reparten las autoridades penitenciarias, me cuenta que solo una vez en su vida tuvo un billete de 200 pesos en sus manos.
—Me lo dio un candidato del PRI que llegó a Ocosingo; era un bigotón chaparrito. Ni me acuerdo como se llamaba. Le quedó al dueño de la tienda que me dio algunas cositas por el billete —relata y guarda un largo silencio con la mirada clavada en esa tierra que, como los que ahí estábamos, también habíamos perdido la libertad.
Otra tarde, la vi venir de uno de los muros. De andar lento, silencioso y doloroso, se paraba a cada cuántos pasos para observar las flores que las internas han sembrado a lo largo de los pasillos al aire libre. De vez en cuando se agachaba para quitar la hierba alrededor de las flores.
—Doña María —le dije ésa tarde—, yo le creo con el alma y el corazón que usted es inocente de los cargos que la acusan; me cuesta creer que se haya dedicado al narcotráfico…
—¿Al qué? —preguntó con sus ojos puestos en los míos.
—A la venta de drogas —le expliqué con profunda pena y vergüenza.
—¡Ah!, vos lo crees con el alma, pero el pinche cuico lo cree con el pistolas, con el ley en las mano, con el poder que tienen, con el mierda que tienen en el cabeza —respondió tomándome de las manos.
—Pero, dígame con sinceridad, ¿por qué cree usted que la hayan detenido? ¿Había visto antes a los policías que la detuvieron? ¿Algún enemigo suyo que le tuviera envidia?
—Ni los había visto nunca, pues; yo vendía mi posolito en mi casa. ¡Ni el droga lo conozco! Dicen el policía que lo encontraron el hierba mala, que lo tenía polvo blanco entre el maza del posol. ¡Mentira! No lo sé por qué me detuvieron; los cuico solo querían que firmara un papel y como no lo quise firmar, me golpearon bien juerte. No oigo bien por el culpa del golpe que me dieron en mi oreja; a veces orino sangre y me duele mucho mi cabeza. Mi vecino era malo, muy bolo, me aventaba piedra sobre mi casa. No lo sé si él me lo señaló. ¿Por qué lo hizo?, no lo sé tampoco, no estoy en su cabeza para saberlo.
La tarde que me despedí de doña María, noté, a pesar de su piel morena, una profunda palidez en su rostro. La mirada era más lánguida y a penas si se hacía entender. Fue un adiós doloroso. No tuve valor de volver a verla, ni regresar a secar sus lágrimas.
—Tengo mucho arrojadera y me tiembla el piernas —me dijo, sentada en la orilla de la cancha de básquetbol. Constantemente se sobaba los brazos, las pantorrillas y se pasaba la mano por sobre la cabeza.
—¿Ya fue a ver al médico de la prisión? —le indagué.
—No me quieren llevar el celadoras; dicen que soy una vieja mañosa, que solo con el doctor quiero llegar, que es pura mentira que esté mala —dijo con un brillo de dolor en sus ojos.
—No te olvidés de mi mijito, vos sos leído pues, ayudáme, por la vida de tu madre —rogó y agregó: —vos te vas libre; andáite a cuidar a tu familia, andáite con Dios.
Camino a la celda donde permanecí confinado, pedí al guardia que llevará a doña María al doctor.
—Está muy mal la señora, no seas cabrón, imaginá que es tu propia madre —traté de persuadirlo.
—A ver si lo autorizan; si fuera una interna joven y bonita, con buenas nalgas y tetas, ya la hubiera llevado al mejor hospital privado de Tuxtla, no lo dudes, chaparro; así son las cosas aquí —fue su respuesta.
A doña María jamás la volví a ver; cuando por enésima ocasión el gobierno de Pablo Abner Salazar Mendiguchía ordenó mi reclusión como represalia por la crítica periodística a sus abusos y corrupción, ella ya no estaba en El Amate. Algunas internas me dijeron que había salido libre; otras aseguraron que fue trasladada a otro penal en castigo por sus constantes quejas debido a su enfermedad. Otras más, me dijeron que habría muerto y la habían sacado en secreto del penal… Simplemente, desapareció.

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