La Loca


¿Tú qué haces aquí? ¿A quién mataste? —me preguntó un preso con los ojos desorbitados en el momento en que era empujado hacia el interior del área conocida como COC.
Era un antiguo empleado de la Secretaría de Gobierno dedicado a la labor de “inteligencia” dentro de esa dependencia, unos años atrás. Un “oreja”, pues, a quien en el gremio periodístico conocíamos como la “Loca” y que se había ganado el aprecio de algunos periodistas por los “tips” que eventualmente compartía.
—Pues no he matado a nadie, pero aquí me mandaron a matar el tiempo. El gobernador no encuentra la forma de desahogar sus frustraciones y la ha emprendido contra sus imaginarios enemigos, entre éstos, yo —le respondí viendo directamente hacia la cámara de vigilancia, seguro que esa respuesta la revisarían en la Secretaría de Gobierno, o sea Rubén Velásquez; éste habría sugerido que me asesinasen dentro del penal y además, había ordenado la fabricación de delitos a otros periodistas y columnistas del Cuarto Poder.
El frío era más intenso en el patio de la COC. Solos, nos sentamos a platicar en el casi congelado suelo. Ahí me enteré de los motivos de su encarcelamiento. Empezaba a amanecer. Un anciano, afable, me ofreció un vaso de café y se unió a la conversación.
A “La Loca”, tenía tiempo de no ver. Era habitual su presencia en las conferencias de prensa de los opositores al gobierno de Roberto Albores Guillén y no negaba su filiación al cuerpo de “orejas” que entonces espiaban a políticos, líderes sociales y periodistas. Pero él no tenía empacho en cooperar con los periodistas quienes por lo general, le agradecían sus pitazos. Era en sí, un doble agente. Los motivos de su encarcelamiento, me dejaron helado.
—A mí me mandó uno de los jefes de la Secretaría de Gobierno al banco a cambiar un cheque de 14 mil pesos —me contó esa misma mañana—. Eran los primeros meses del gobierno del licenciado Pablo Salazar. Nunca pensé que esa sería mi desgracia.
—¿Por qué?
—Un día al salir de palacio de gobierno me detuvieron los judiciales y me llevaron a la Procuraduría. Me tuvieron dos días en las celdas de la Policía Judicial, exigiéndome nombres de mis supuestos cómplices, pero no me decían por qué delitos. Después me informó el Ministerio Público que estaba detenido por un fraude de más de 400 mil pesos. Me quedé aterrado, como clavado en el piso, no sabía qué pensar ni qué responder a esa acusación.
—Me acabas de decir que era un cheque de 14 mil pesos…
—Sí y se lo dije al Ministerio Público, pero se encabronó y empezó a amenazarme; me dijo que si no firmaba la declaración donde aceptaba que fueron varios cheques los cobrados, me iba a echar otros delitos. Luego me dijo que no me hiciera pendejo, que los otros dos cómplices ya me habían señalado de ser el jefe de una banda de estafadores y que esos cheques habían sido robados durante un asalto.
—¿Por qué no llamaron al que te mandó a cobrar los cheques?
—¡Ay, compadrito! —gritó “La Loca” ante la mirada del resto de presos que a esa hora, se preparaba para las actividades del día. Ese amigo estaba muy encumbrado en el poder; es muy amigo del gobernador. Algún día, cuando salga de aquí, tal vez te diga quién es. El muy cabrón fue el que pidió a la Procuraduría que nos detuviera.
—¿Los otros dos supuestos cómplices dónde están?
—Uno sigue aquí todavía. El otro ya salió libre.
—¿Cuántos cheques cobraron los otros dos?
—El que se fue, cobró tres cheques, pero no recuerdo las cantidades; el otro cobró uno. Pero el monto es distinto al mío, pero de baja denominación. Al que ya se fue, lo acusaron de un fraude de 350 mil pesos y al otro de 500 mil. Ese dinero, según supimos, ya estando en la cárcel, era del fideicomiso carretero que dejó Roberto Albores y lo sustrajeron funcionarios de la Secretaría de Gobierno.
—Por lo que entiendo, los usaron a ustedes para cobrarlos…
—Claro. Solo que los cheques pequeños nos los dieron a nosotros y ellos cobraron los de cantidades millonarias; cuando cobramos cheques con cantidades chicas, todos nuestros datos quedaron en el banco y cuando reventó la bronca, se les hizo fácil echarnos la culpa. Ya va a salir la sentencia y parece que me echan nueve años.
—El dinero, ¿a quién se lo entregaron?
—Al jefe.
—¿Ustedes no recibieron siquiera una propina?
—¡No, qué va! Nuestra chamba era obedecer.
—¿Quién era ese jefe?
—Ya te dije que no te puedo decir el nombre. Tengo miedo que me piquen aquí. Cuando declaré ante el juez que las acusaciones de la Procuraduría eran falsas, me entraron a madrear a la celda y me advirtieron que si seguía diciendo que era inocente, no iba a salir vivo de aquí. La verdad, tengo miedo. El mismo Mariano Herrán Salvatti vino una noche al penal y me mandaron a llamar; me amenazó con “un escarmiento” si denunciaba al funcionario.
La “Loca” agachó la cabeza y soltó un llanto silencioso. Empezó a golpear el piso con el puño y habló de las miserias en que sobrevive su familia fuera de la cárcel.
—Tuve que sacar a uno de mis hijos de la escuela porque mi mujer no tiene dinero ni para darles el desayuno; aquí medio sobrevivo con lo poco que gano, pero no me alcanza ni para el jabón. Y sobre eso, vivo con la muerte sobre la espalda. Chatito, ¡estoy desesperado!
—Tienes razón, y debes tener cuidado con eso de las amenazas. Ésa gente no se anda por las ramas y más, cuando tienen el poder en las manos. Si ya te mandaron a ésta cárcel para intentar callarte, en una de esas hacen algo peor, pero debes conservar la calma; entiendo tu desesperación, la he vivido yo; en otras circunstancias y por otras razones, pero he buscado formas de olvidar en parte la desesperación que a veces, parece que no te deja ninguna salida —le respondí compartiendo su impotencia. A las seis y media de la mañana, otros reos empezaron a salir al patio. Dos de ellos, ancianos, se sentaron a nuestro lado sumidos en un silencio sepulcral. Uno de ellos rompió el hielo preguntando por un periodista conocido suyo y amigo mío.
—Desde ayer corrió la voz de que vendría un periodista, pero no pensé que fuera usted; ahora entiendo por qué nos dieron la orden de no abrir mucho la boca cuando llegara —dijo tocando el brazo a su compañero, como en señal de complicidad.
—Pero ya ve que estamos hablando —le respondí invitándole a seguir charlando.
—Sin necesidad de hablar, usted se va dar cuenta de la maldición que es ésta cárcel. Ni en las mazmorras de Calígula se trataba a los presos como acá.
—Mire usted —terció el otro anciano— yo estoy aquí por un delito que no cometí; tengo 68 años y, no me lo va a creer, pero por no tener dinero para pagar la talacha, me toca lavarle la ropa al resto de presos. Eso es una injusticia del tamaño del mundo.
—¿De qué lo acusan? —le pregunté con cierta seguridad de que me dice la verdad. Está demasiado anciano para ser un delincuente de alta peligrosidad.
—De abigeato.
—Es un delito grave, pero, con todo respeto, no creo que usted tenga fuerza física y capacidad para andar robando vacas y caballos. Es más, no tiene pinta de vaquero o que alguna vez en su vida haya montado un caballo.
—¡Pues tiene razón, señor; no cometí ese delito, señor! Las vacas de un mi vecino rompieron mi cerca, causaron perjuicio en mis cultivos y le fui a decir que me pagara el daño. Me dijo que sí, que en 15 días reparaba el perjuicio. A los cuatro días entró la policía a mi rancho, madrearon a mi familia y me llevaron para Tuxtla, bien amarrado.
—¿Tenía usted las vacas en el rancho?
—No, para nada. Soy agricultor, no ganadero. Las vacas de éste señor, después que terminaron con mis siembras, solitas se fueron. El agraviado soy yo.
—El que lo acusa es hermano de un funcionario de gobierno — aclaró la Loca, que ya había recobrado su carácter habitual.
—Sí y muy amigo y compadre de Jonathan Salazar, hermano del gobernador —remató el anciano.
—Por lo visto, el gobernador y sus hermanos están metidos en todo y contra todos —comenté con rabia.
—No es la primera vez que escucho que utilizan el puesto de Pablo para cometer tropelías; y eso que apenas comienzan a salir las pruebas de la corrupción. Cuando termine Pablo Salazar su periodo, van a ser millonarios, cuando antes, no tenían ni dónde caer muertos ni siquiera qué comer —comenté sumido en ideas de las que nunca me arrepentiré.
Recordé que el mismo Ministerio Público me había advertido que si peleaba, me iría peor. “Pelear con el gobernador es como agarrarse con Sansón a las patadas”, me dijo de una vez y ahí estaba, esperando el fin de una dictadura salvaje, cruel, despiadada y torpe, a merced de un mal hombre que mintió y engañó con un discurso “democrático” y terminó siendo un represor con los derechos de los demás. Ahí estaba para pelear por mis derechos, aún cuando la cárcel impide esencialmente, la libertad.
Cerca de las siete, un grupo de jóvenes prisioneros comandados por un hombre maduro —reo también—, ingresaron al patio. Venían, me explicó uno de ellos, de hacer ejercicios en los campos del penal femenil.
—Bonitas botas —me dijo uno de ellos y lanzó un escupitajo.
La “Loca” de inmediato se puso de pie y le advirtió que no se metiera conmigo. El reo hizo una mueca de desprecio y se retiró a su celda. Otro de ellos, con el cuerpo tatuado, me quedó viendo, hizo una señal con el dedo medio de la mano derecha y se fue tras el primero.
—Son pandilleros de la “Mara Salvatrucha” de mucho cuidado; si te descuidas, te roban hasta los ojos, no tienen compasión —declaró la Loca, volviéndose a sentar a mi lado.
Cinco minutos después, un guardia fue por los dos muchachos y los sacaron del módulo. A su regreso me sonrieron y en seguida, el de los tatuajes se acercó con un vaso y un plato de plástico. Su actitud había cambiado. O los habían reprimido o los cincuenta y tantos pesos que había dejado al guardia había surtido algún efecto.
—Para que desayune, jefe —dijo sonriendo y me puso los utensilios en las manos. La animosidad de pronto se convirtió en amabilidad extrema. “Por lo menos, el guardia cumplió su palabra”, pensé y me alegré por ello.
Y es que al ingreso del primer módulo, el policía, me exigió pagar una “cuota” para “no ser molestado” por el resto de internos. Le di lo que llevaba encima, para luego escuchar las advertencias del celador, quien sin tapujos, amenazó con hacerme la vida difícil si denunciaba el acto de extorsión al que había sido sometido —y seguiría siéndolo— si no cumplía con las exigencias de pagos para evitar castigos, golpizas y trabajos forzados.
Una hora más tarde, dos guardias me instalaron en una celda, la número 20 de ese módulo. La hostilidad inicial me disgustó, pero me propuse no mostrar miedo. La Loca ya me había advertido que entre más miedo se muestra en la cárcel, más posibilidades hay de ser atacado por los presos.
—De todas formas —me aclaró—, hay instrucciones de no meternos contigo. Ni siquiera voltearte a ver.
—¿Quién dio tales instrucciones?
—El representante general… Y las autoridades del penal.
—Pero no me conoce…
—Es lo que crees; aquí el perfil de los de nuevo ingreso, lo conocen antes los “precisos” que las autoridades penitenciarias.
—¿Para qué?
—¿Ya te pidieron dinero?
—No en grandes cantidades; solo lo que traía en la bolsa y le quedó al policía chino de la garita de entrada.
—Ya te jodió; ese es ladrón profesional. Todos los presos que pasan por sus manos, son “rasurados” hasta del último centavo y no lo entrega a los “precisos”. Aquí la cuota es dependiendo del delito por el que te traen.
—A ver, explícame despacio…
—A los detenidos por secuestro, narcotráfico, asalto bancario, homicidio de alguna gente importante, les cobran desde 200 mil hasta quinientos mil pesos de “talacha”; igual pasa con exfuncionarios detenidos por fraude al erario. A los que vienen por no pagar pensión alimenticia o por un accidente de tránsito, es desde cinco hasta 20 mil pesos, dependiendo de qué cara le vean al cliente.
—Negocio redondo; es como ir de vacaciones al hotel más caro del mundo —le dije cargado de impotencia y preocupado por la cantidad que habrían de solicitarme.
Subí a la segunda planta, detrás de los guardias. Uno de ellos había intentado despojarme de la chamarra beige y negra que llevaba, argumentando no ser la reglamentaria, pese a que beige y anaranjado, eran los colores oficiales de la prisión. El otro le paró en seco: “Deja de joder, son órdenes de la Dirección del penal de no chingar a éste compa; déjale su chamarra”. No pasó a más y ya en la puerta de la celda, llamó al representante del diminuto espacio de cuatro paredes para decirle que ahí había sido asignado.
Una plancha de concreto con un baño de menos de un metro cuadrado y una regadera de media pulgada de diámetro, hacían de celda que daba a un pasillo de unos 40 centímetros de ancho. Ahí, ocho presos se arremolinaban para encontrar sus pertenencias. Ropa colgada de las planchas que hacía de cama, cartones, ropa de dormir, colchonetas, trastes de cocina y artículos para elaborar alimentos, atestaban todo. Conmigo llegaría al número nueve el de presos en la celda.
—Ya no cabemos aquí —se quejó el que parecía tener la voz cantante del grupo.
—No es mi problema; a mí me dieron órdenes de dejarlo aquí y aquí se queda, te guste o no —dijo el policía con enfado.
—Vas a dormir en el pasillo, ahí afuera de la celda. Aquí solo tendrás derecho a entrar a bañarte y a hacer tus necesidades —me dijo de pésimo humor, sin permitir una réplica de mi parte.
—¿Cuál es tu delito? —preguntó autoritariamente.
—Difamación.
—¿Y eso que madres es?
—Denuncié la corrupción del gobernador.
—¡Ah! No vales mucho, pero si son órdenes superiores, acá te quedas, pero no te quiero ver por los pasillos hablando con los demás internos. Si lo haces, voy a solicitar que te lleven a la celda de castigo.
Otro de los presos trató de suavizar el ambiente:
—Podemos arreglarnos, jefe; todo tiene solución —expuso e hizo una señal para que dos de los reos de menor jerarquía dentro de la celda, salieran al pasillo.
—¿En qué consiste el arreglo? —inquirí.
—Te vamos a hablar derecho, sin rodeos. ¡Al chile pues! —manifestó ostentando su superioridad en el grupo de cinco que ahí estaban.
—Si quieres dormir aquí adentro, en la plancha, con cobijas, colchón y una almohada, te va a costar mil 500 pesos; dormir en el suelo con dos cobijas sin colchón y sin almohada, te cuesta 800 pesos. Si no, ya sabes, está el pasillo, sin colchón, sin cobija y sin almohada.
—No importa dónde; pediré que me traigan lo necesario.
—Si nosotros lo permitimos. Aquí se hace lo que decimos, no lo que las autoridades manden, ¿queda claro?
No había forma de regatear las tarifas impuestas. El frío era intenso y dormir afuera sin cobijas, sería ponerse en las manos de la muerte. Reparé en que no contaba con muchas opciones y me dispuse a aceptar las que tenía enfrente.
—Por lo visto no tengo más alternativas. Me quedo dormir aquí adentro —indiqué con determinación y les plantee mi problema—: A mí me detuvieron hoy por la madrugada y no traje ni un centavo. Hasta el martes o miércoles que venga mi familia podré contar con esa cantidad.
Mis captores se habían cuidado de enviarme a la cárcel durante uno de los famosos puentes vacacionales de febrero y eso me obligaba a permanecer en esa área desde el sábado hasta el martes, por lo menos. Pero me salvó el interés del resto de presos por hablar conmigo, pese a las amenazas. De hecho, el primero que me pidió contar su historia, fue quien me había amenazado si hablaba con el resto de la población interna.
—Si te comprometes a pagar, esperamos —concluyeron y me aclararon que la cuota, era “simbólica”.
—No te íbamos a cobrar nada; así se nos ordenó, pero para no poner un mal ejemplo ante los demás, te impusimos algo muy simbólico. Pero que te quede claro que de no ser por las órdenes recibidas, te pedimos como mínimo, 25 mil pesos. Estás de suerte.
Hecho el compromiso, la actitud fue diferente. Acomodaron la plancha, hicieron la cama y la pusieron a mi entera disposición. Uno de ellos, al enterarse que llevaba una resaca de los mil demonios, se dispuso a preparar un caldo de huevos con tomate y epazote para curarme la “cruda”, mientras otros, me cubrían con las cobijas. En cuestión de minutos, me había convertido en el “jefe” no previsto de la celda.
Ya me habían advertido que tendría otros “pagos extras” y para ello, me las tendría que arreglar con el reo de más alta jerarquía de ese módulo, el representante principal, llamado también el “preciso de área”.
Era un hombre, serio, cuyas razones para justificar su dureza de carácter me las revelaría después, durante un juego de basquetbol en la cancha del penal femenil. Estaba ahí por homicidio y era notoria su autoridad sobre todos los prisioneros.
—Aquí no vas a tener broncas; yo controlo ésta cosa y tengo todo en orden; no faltará el malandrín que quiera meterse con vos, pero lo reportás con cualquiera de mis muchachos de la guardia interna para que le jalen las orejas. ¿Cuándo te trajeron?
—Hoy; a las seis de la mañana ingresé.
—Te esperábamos desde ayer. ¿Te habías escapado?
—No. Estaba en mi casa. No tengo ninguna razón para esconderme.
—Aquí no vas a pagar nada; tengo órdenes de no pedirte cuota, pero si vos podés aportar algo para el jabón, escobas y todas esas cosas para la limpieza, se te va a agradecer.
—No se preocupe, en cuanto tenga oportunidad de comunicarme con mi familia para que traigan lo necesario, lo tendrá usted.
—¿Tenés una tarjeta telefónica para hablar con tu familia?
—No, no la tengo.
No vaciló en proporcionarme una tarjeta de cincuenta pesos sin que se la pidiera y me recomendó que procurara permanecer dentro de la celda para evitar roces con los demás reos.
—Vos debés saber los motivos —me dijo sonriendo.
—No a ciencia cierta, pero tengo mis sospechas.
—Ayer me llamaron y me dijeron que sos periodista y no quieren que hablés con nadie para que no saliendo de aquí, escribás lo que te digan; la orden fue que entre más callado estés, mejor te va a ir.
—Sí, entiendo. Trataré de seguir las reglas.
—Ahí, bajo las escaleras podés hablar con la gente; hasta ahí no alcanza la cámara. Solo procurá no estar frente a las cámaras. Al regresar a la celda que me fue asignada, los reos habían cocinado el caldo de huevos prometido y me esperaban para comer. Me cayó de maravilla y pedí que me sirvieran dos veces. La hostilidad de los primeros minutos, había cambiado radicalmente. Uno de los dos pandilleros que tuvo un comportamiento hosco al principio, se convirtió en mi guardaespaldas durante las pocas horas que permanecí en ese lugar.
Me sorprendió la cantidad de gente conocida que vi en ese módulo: Profesionistas, líderes sociales caídos en desgracia durante el régimen pablista, exfuncionarios acusados de desvío de recursos aún cuando solo eran “operativos”, indígenas, campesinos, ciudadanos conocidos míos y desde luego, personajes que, en breves charlas, no dudaban en admitir sus delitos.

Entradas populares de este blog

El Byron

La Señora Armendáriz

El Capitán

Amor Mortal

Argueta