La vida sigue


Los síndromes de Estocolmo y Oslo de pronto son, en la cárcel, una realidad infranqueable. Se mezclan sin darnos cuenta; nos imbuyen de tal forma que la delgada línea entre preso y carcelero, se rompe con frecuencia. Impensable, eludir cuanto se hace realidad en los pequeños módulos donde a la larga, policías y reos nos vemos como iguales; cuando se tiene que atener a los dictados de un grupo de hombres y mujeres uniformados de tal manera que, si no imponen, por lo menos muestran rasgos de desconfianza. Es común, sin embargo, que con el pasar de los días, los lazos afectivos —con todo y lo crueles que pudieran ser los carceleros— se van afianzando. Eran sanguinarios y llevaderos a la vez.
Tan desalmados que, por ejemplo, a un policía que había perdido una oreja en quién sabe dónde y bajo qué circunstancias, sus mismos compañeros le apodaban “El tarro cervecero”, por su afición a la cerveza y por tener solo una oreja. Tan llevaderos que hubo ocasiones en que encerrábamos en una de las celdas a uno de ellos y no le dejábamos salir hasta que no se comprometía a invitar los cigarros, llevar una película o meter una botella de licor de contrabando.
Lo compartíamos todo. La comida —que era un verdadero desperdicio que hasta los animales habrían hechos gestos a la hora de comerla y que era abastecida por una empresa, propiedad de una familia de Tuxtla Gutiérrez, con estrechos vínculos con la dictadura— por lo general, eran los policías los que la deglutían gustosos. Ellos no tenían derecho a la alimentación destinada a la población interna. Debían permanecer de entre 24 y 48 horas dentro de la prisión y la mayoría, vivía en la capital de Chiapas, a casi 100 kilómetros de distancia. A muchos, sus esposas, hijas, hermanas ó madres, les llevaban el alimento desde su lugar de origen.
En las noches de intenso frío, compartíamos las cobijas, las hamacas y los cartones; quien tuviera una cobija de más o un pedazo de cartón extra, debía prestárselo a un policía; o a la inversa. Algunos de ellos se las ingeniaban para sacar, a escondidas, pedazos de esponja y ropa vieja de las bodegas para dar a los presos de reciente ingreso, que no llevaban con qué protegerse. La vida de los policías, era precaria; con un sueldo que apenas rebasaba los mil pesos a la quincena, tenían muchas veces qué pagar sus pasajes de Tuxtla hasta la prisión, dejar dinero para la comida de la familia, los útiles escolares, el pago del agua, la luz y mil gastos más.
—Esto nos obliga a extorsionar o hasta meter hasta drogas para ganarnos un dinerito extra —me dice uno de ellos bajo la promesa de nunca mencionar su nombre.
—¿Qué pasa si los descubren metiendo drogas, por ejemplo?
—Si no hemos avisado a los superiores y no les damos su parte, nos dejan aquí en calidad de presos; algunos se la pasan hasta seis meses detenidos.
—Pero el delito de tráfico de drogas es grave, ¿Por qué seis meses?
—Es un acuerdo interno secreto. Nadie lo sabe afuera. Nadie se entera.
—¿A quiénes hay qué notificar?
—A los jefes de grupo, a los directivos del penal.
—¿Qué cantidad de droga ó cuántas botellas de licor es permitido meter?
—Si es ocasional, tres ó cuatro botellas a la quincena. Un par de carrujitos de marihuana, dos piedritas, depende de a cada cuánto mete uno…
—Pero veo que en el interior, son grandes cantidades de droga las que circulan.
—¡Ah! Es que la de ahí, entra por otras vías. Ahí es por la noche y son cargamentos importantes. Ahí es otro cantar del que no te puedo hablar mucho porque sé poco… Y si supiera, no te lo diría porque ahí si ya es grande el problema
La precariedad de vida de los policías que cuidan a los internos, es grave. Cuando un prisionero se escapó de un hospital a donde fue llevado bajo custodia, los dos agentes que lo custodiaban, fueron responsabilizados y puestos en prisión. La dirección de la policía, no se hizo cargo de los gastos de la defensa de los guardias. Entre ellos hicieron una colecta para sufragar los gastos más urgentes de sus familias. Uno de ellos me contó que tuvo qué vender su casa para juntar la fianza que le impuso el juez.
El acoso sexual es otro de los problemas que deben enfrentar; mu-chas veces, dice una de las agentes, el acoso no viene de sus compañeros policías ó de la población interna, sino de otras agentes con tendencias lésbicas.
—Una de las alcaides, llegó a amenazarme de muerte si no correspondía a sus pretensiones —cuenta con rabia en los ojos, una celadora.
—¿La denunciaste?
—Sí, pero no me hicieron caso los jefes. Me dijeron que le diera las nalgas y que no dijera nada porque la tipa es matona.
—¿Lo hiciste?
—¡Pura madre! Con otras compañeras a las que también acosaba, le pusimos un cuatro y la corrieron. Como a los tres meses se apareció por mi casa con un ramo de flores. Salió mi familia y entre todos, le pusieron una madriza que hasta se tuvo que ir del estado porque a raíz de eso, se descubrió que metía droga al interior del penal y ya la tenían en su mira los de la PGR.
—¿Era la única que las acosaba?
—No. Hay otras compañeritas cabronas que andan pidiendo sexo, pero son más tranquilas. Si no les haces caso, te dejan en paz.
—¿Y los hombres, acosan?
—¡Huy, sí! Pero es distinto. Algunos tienen buenas intenciones; otros cabrones solo quieren el acostón. Pero son hombres. Y dirás “¡qué pendeja ésta!”, pero si los amenazas con que te vas a quejar, se calman. Los que si persisten son los jefes. Pero igual ó se cansan ó se intimidan cuando les dices que vas a poner queja con el secretario de Seguridad Pública. ¡Pero las lesbianas, Dios mío! ¡Son tercas, abusadoras, mulas! Y esas si te ponen en la madre si no accedes. Son retecelosas. Te digo, si te decides por acostarte con un hombre, aún sea bajo presión, es distinto a hacerlo con una tu compañera mujer. ¡Qué asco!
—Existe la falsa creencia aún entre ustedes las mujeres, que si se meten a trabajar de policías, es porque tienen tendencias lésbicas.
—Eso dicen. Pero no, fíjate. Esto es como meterse de puta: lo haces por necesidad. Mira, yo soy secretaria ejecutiva; trabajé con una señora en una organización de derechos humanos; una de esas señoras que sale en la tele diciendo que es feminista, que defiende a las mujeres. Pero si vieras el trato que nos daba. Déspota, miserable, enojona, abusiva. Le tenía un odio a las mujeres, que no te imaginas. Por eso terminé aquí, por pura necesidad.
—Y eso que era feminista y defensora de los derechos de la mujer, ¿no? Pero, ¿aquí cómo te tratan tus jefes?
—Es lo mismo: cuando tienen un puesto superior al tuyo, abusan. Sean hombres ó mujeres, abusan del cargo. Aquí nos arrestan si no hacemos bien las cosas. A veces las visitas se enojan cuando uno las revisa, pero si no lo haces, si no le metes el dedo en la vagina a una sospechosa de llevar drogas, te castigan. Yo como mujer, no me gustaría que me metieran el dedo en mi vagina. Pero yo lo tengo qué hacer porque es la orden superior. Un día mi jefe de grupo me advirtió que si no lo hacía, él me iba a meter el dedo a mí, dizque para que aprendiera a no tener miedo.
—¿Cuánto ganas?
—¡Una mierda! Apenas me alcanza para darle de comer a mi hijo. La otra vez, porque no me dejé besar por una lesbiana con cargo de jefe, me acusaron de abusar de una interna, me arrestaron y me descontaron una parte de mi sueldo como castigo.
—Veo que el trato con personas con preferencias sexuales distintas, aquí es un serio problema.
—Sí, la verdad sí; ellas exigen respeto, pero a nosotras, no nos respetan, no nos dan nuestro lugar, no entienden que no nos gusta su forma de pensar. Abusan mucho.
Obligados a hacer “trabajos extra”, los celadores de El Amate, sobreviven con míseros sueldos. Algunos, afortunadamente los menos, son vistos con cierto odio por sus propios compañeros y, por supuesto, por gran parte de la población. No obstante, la vida sigue. Cada quien en lo que le corresponde.

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