Jeremías



Por órdenes de Mariano Herrán Salvatti y Rubén Velásquez, ésa tarde se me canceló el permiso para salir al área femenil a hacer ejercicios. Ya llevaba tres días de castigo oficial; por tanto y siguiendo algunas reglas internas, envíe a doña Flor —mujer extraordinaria a quien dedico un capítulo en éste libro—, una breve carta en la que le pido envíe ella, una solicitud formal para que me dejasen irle a visitar. Años después, me enteré que el recado nunca le fue entregado. Así que debí quedarme solo en el área.
Eran las 5 de la tarde cuando se abrieron las tres puertas que debíamos cruzar, en menos de dos ó tres metros, para salir al pasillo. Un guardia llevaba del brazo a un hombre menudo, extremadamente flaco, de menos de un metro y medio de estatura. 
 —Aquí te quedas, cabrón; te lo encargo, Ksheratto —dijo en tono autoritario.
Se quedó sentado, con la mirada clavada en el rugoso piso. Sus ojos eran diminutos; la nariz, puntiaguda y los labios delgados. Sobre su rostro, algunos bellos delataban una débil barba que semejaban un bosque depredado, pintando algunas canas. Sobre la cabeza, un sombrero que alguna vez fue blanco, tapaba su frente.
—Compa, no esté usted asustado; acá no le va a pasar nada, son buena gente los que están en ésta área —le dije para romper el hielo.
Levantó levemente el rostro y me quedó viendo fijamente, sin decir una palabra; de sus ojos salían lágrimas que me conmovieron. Encogió los brazos, empuñó las delgadas manos y las metió entre sus piernas, esbozando una sonrisa que no alcanzó a borrar la profunda tristeza que le invadía.
—Perdóneme, señor, no te lo conozco a vos… ¿Quién sos? —dijo al fin.
—Soy periodista, pero igual que usted, soy preso como los demás.
—¿Por qué estás preso?
—Cosas de la vida, usted sabe, así es la vida. ¿Y usted?
—Lo estoy prisionero por el drogas. Eso lo dicen el autoridá.
—Y usted, ¿qué dice?
—Que me lo jodieron por pendejo. Soy campesino, indígena; lo soy del Tapilula; ahí lo viven mi mujer y mis hijo. Lo llevaba unos queso del patrón de Tapilula a Pichucalco, y ahí el autoridá me detuvo. El queso lo llevaba “apio” y no lo sabía yo.
—¿”Apio”? ¿No sería “opio”?
—¡Esa mierda! Pero el patrón dice que si no lo pongo el dedo, me lo va a sacar del cárcel, que él lo va a hacer cargo de mi familia si cierro el pico.
—¿Ya sabe su familia que está preso?
—No lo sé si lo saben. El patrón lo mandó su chofer para decírmelo que lo cierre el pico, que él le va avisar a mi mujercita.
 —¿Quién era su patrón?
—Soy indio, pero no pendejo, perdonálo mi franqueza. No lo sé si sos policía disfrazado.
—Lo entiendo, no se preocupe. No soy policía. Pero cuénteme de su detención me interesa, como periodista me interesa.
—Muy duro. Lo jué muy duro. Lo pegaron juerte.
—¿Quiénes?
—Los autoridá. Me lo llevaron junto con los CIOAC , pero esos salieron libre el misma noche que lo trajieron a Tuxtla, los de la Federal.
—A los de la CIOAC, ¿por qué los detuvieron?
—También lo llevaban el apio… ¡esa cosa que lo decís usté!; lo llevaban por costales, pero lo pagaron al Ministerio Público. Llegó su dirigente a pagar el multa y los dejaron salir ahí mismo en el Tuxtla.
—¿Usted pertenecía a la CIOAC?
—No. Nomás los compas que van en el reuniones del PRD en Tapilula. Nosotros no lo queremos meter en problemas de política porque todos nos engañaron, nomás nos llevan a votar por el PRI y no nos dan el tierras que nos ofrecen en el campaña. Yo voy solo, pues.
Jeremías corrió a la celda donde el encargado del área le había mandado llamar, una vez que regresaron de las rutinas de ejercicios. Su menudo cuerpo se balanceaba a punto de quiebra; era tal su delgadez que por momentos, parecía estar a punto de desaparecer. Su pobreza le obligó a ser, desde ése día, la mucama del resto de presos. Lavaba la ropa, hacía la limpieza, planchaba, hacía los mandados…
En la prisión, cada reo tiene un precio; los que llegaban por narcotráfico, debían pagar hasta medio millón de pesos para no servir de sirvienta; los funcionarios acusados de malversación de fondos, entre 200 y 400 mil pesos; los secuestradores, 600 mil pesos. Los que menos pagaban eran los de delitos menores como accidentes de tránsito, pensión alimenticia, robo a casas habitación. La tarifa era de entre 10 y cien mil pesos, dependiendo del “status social”. Jeremías, no tenía ni para una pasta dental, pese a haber sido acusado de narcotráfico.
En el área de “alta peligrosidad”, había cierta “bondad” hacia los prisioneros de primer ingreso; se les creía su versión y en apego a lo que declaraban, se les imponía la cantidad a pagar. No era así en el interior del penal, ni en otras áreas de ingreso. Para evitar hacer trabajos de limpieza dentro de ésa área, debí pagar 10 mil pesos. Un reo de ahí, me aconsejó que pagase sólo la mitad y le resto, al salir. “Si pagas todo de un solo golpe, en dos días te trasladan a otra área y ahí debes pagar esa cantidad u otra mayor”, me dijo basado en su experiencia. Así lo hice.
Ya en confianza y tras empaparse de mi historial, Jeremías se soltó con su historia. La rala playera anaranjada que le servía de cobija en las duras noches de intenso frío, se levantó una de tantas tardes para mostrar las huellas del suplicio que debió sufrir hasta ir a parar a las celdas donde nos encontramos. La herida en su costado derecho, era impresionante. De unos seis u ocho centímetros, la cortada suturaba pus, agua y sangre.
—Me duele mucho, jefe. No lo sé qué hacer, ayúdeme, no sea cabrón, ¡ayúdeme! —me dijo a punto de lágrimas.
Su quijada se contraía violentamente y dejaba ver los pómulos en toda su extensión; casi cadavérico, el color de la piel le abandonaba con cada espasmo. Las arrugas de su rostro a veces, desaparecían cuando se contorsionaba tratando de contener el dolor, apretando la herida con las callosas manos.
—¿Quién le hizo esa herida? —le pregunté cargado de impotencia.
—No lo sé cómo se llama el cabrón; pero me lo dijeron que era el Fiscal.
—¿Lo puede describir?
—¿Cómo? ¿Qué es eso?
—¿Cómo era el que le hizo esa herida? ¿Gordo? ¿Flaco? ¿Alto?
—Mmmmm… Era gordo; tenía el pelo pintado como del que sale en el tele; güero, panzón. Lo llevaba un navajas. Yo estaba amarrado en un silla y me lo fue metiendo el navajas desde mi panza, hasta aquí, donde lo tengo mi corazón. Me lo decía que lo confesara que soy el… el… lo decía como el “teniente” del Capo…
—¿No será el lugarteniente de algún Capo?
—No lo sé qué lo es eso, pero ansina lo decía. Y me lo metía, y lo metía, y lo metía el navajas. Después me partió el madres a patadas y yo estaba amarrado en el silla.
—¿Su delito es federal?
—Así lo dicen pues, el autoridá, pero yo no lo sé. Lo agarraron el policía que se viste de azul. Y lo llevaron al Fiscalía. Lo dicen que el Fiscal me lo va a interrogar, ¡pero que vá¡ Me lo madreó todo. Lo dice el doctorcito que lo tengo tres costilla rota.
—Después que lo golpearon, ¿a dónde lo llevaron?
—Me lo trajeron aquí, con vos, en éste cárcel.
—¿No lo llevaron a la PGR?
—¿Qué es eso?
—La institución federal encargada de los delitos federales como el narcotráfico.
—No, jefe. El Fiscalía del Chiapas me lo mandaron aquí.
—¿Qué juez está viendo su caso?
—Lo dicen que del fuero común. Que porque yo lo vendía el drogas para dar el lana al priístas para que no lo gane el elección los del perredistas.
—¿Así dice su expediente?
—¿El qué?
—Su acta, lo que le lee el juez cuando va a las audiencias a los juzgados.
—Sí, pues. Que lo soy contrario al pacificación, que lo preparo un guerra contra el indios, lo dicen el pendejos.
Jeremías, a pesar de que apenas sabe las razones reales por las que está en la prisión, de pronto pierde el miedo y se presenta tal como es. Sonriente, dicharachero, de un humor que nos hace saltar de risa. Llegamos a pensar que su historia no es la que cuenta, pero le creemos. Y más, porque la mayoría de presos en el área de “alta peligrosidad”, coinciden en lo mismo: Mariano Herrán Salvatti, Fiscal General del régimen pablista, se encargaba personalmente de torturar a los detenidos hasta arrancarles confesiones de película de terror.
Una tarde recuerda que el alcalde de Tapilula, Hernán Orantes, le podría reconocer; han pasado días y su familia no se aparece en el penal. Marcamos al número telefónico de la presidencia municipal pidiendo hablar con el edil, para solicitar su intervención y se avise a la familia de Jeremías. Se negaba a responder. Días después, logramos contactar al personaje en cuestión y negó toda relación con éste.
—Pero si yo lo coordiné su campaña en el colonia; lo dimos 420 votos, me lo ofreció construir un iglesia y un cancha en el comunidad y por eso votamos por él —dice Jeremías con impotencia. No lo cumplió, pero él lo dijo que sí y me lo conoce bien.
Bien lo dicen el perredé que el político priísta son un hijo de putas madre.
Tras varios ruegos, la secretaria del Ayuntamiento de Tapilula, accedió a buscar a la familia de Jeremías. Nunca lo hizo. Jeremías, solitario, enfrentó las pésimas condiciones de la prisión. Entre todos, le dimos cobijas, cepillo dental, jabones, afecto. Pero nadie de nosotros pudimos hacer algo para localizar a su familia. El alcalde de su pueblo, inexplicablemente, es hoy diputado federal. Jamás, cumplió la promesa de construir una iglesia y nunca reconoció el apoyo de un indígena que, por ignorancia o ambición, paga un delito que cometió al amparo de su pobreza, de su necesidad.

Entradas populares de este blog

El Byron

La Señora Armendáriz

El Capitán

Amor Mortal

Argueta